Una noche de tantas, ablandada por el vino tinto y un ambiente cálido, me encontraba en casa de un amigo hablando de unos cuántos sinsentidos, cuando su novia sacó un muñeco de una caja que había en la repisa y me lo mostró. Era un conejito de tela delicadamente vestido con un overol en tonos pastel, con unos bordados brillosos, que salía a su vez de una valija minúscula y junto a él otras miniaturas: un reloj, una cajita de fósforos. Me contó que lo habían comprado en un bazar en Lisboa, en su primer (y único) viaje a Europa. El conejo a la vez venía de un país remoto, Singapur u Holanda, lo mismo da, Pero a mí, lo que me conmovió fue otra cosa. Fue la idea de adorar cosas pequeñas, porque siento que ellas nos hablan de los detalles y los detalles nos hablan de los sensibles.
Entonces me detuve en el traje del conejo, sus bordados sutiles, tan perfectos, y me acordé de los bordados que tenían en los trajes los muñequitos de trapo con cabeza de porcelana que había en mi casa de la infancia. Aquella casa, la de mis 5 años y mucha música, bolero, tango, cumbia y pollos al disco en largas mesas de madera. La casa que probablemente más quise y que me esfuerzo por sostenerla en un recuerdo estable y luminoso…
No sabía cómo habían llegado estos muñecos a mi casa, dónde los habían comprado o si alguien los había hecho. Una mañana me desperté y ya estaban ahí. Eran tan extraños… vivían colgados de unos candelabros antiguos que adornaban la sala de estar, junto con unos sillones bordó con flores azules, una mesa ratona y una alacena. Eran dos, un hombre con mameluco violeta y una mujer con vestido naranja. Tenían en común un gorro en cono, como de hechiceros, con pelos blancos y encrespados que les salían a los costados, una cara gorda, redonda y blanquísima, algunos detalles de pintura como los mimos o payasos, la típica boca de corazón, roja y una mirada que no era siempre igual.
Lo cierto es que me imponían más respeto que cualquiera de mis padres. Me generaban inquietud su origen, su forma y sobre todo sus ojos, esos ojos que juro que me hablaban, y me mantenían alejada, al menos cuando comenzaba a oscurecer, del living de mi casa.
Los primeros tiempos juntos fueron tranquilos. Yo jugaba en el piso donde había una alfombra, me quedaba dormida en el sillón o miraba la tele y ellos observaban todo desde la altura del candelabro donde solían estar. Pero este estar no era permanente. A veces aparecían en los lugares más insólitos de la casa y con los pelos más sacudidos de lo normal. ¿Quién los movía? Mi hermanita aún no había nacido y mis padres estaban muy ocupados con sus peleas, como para dedicarse a gastarme bromas. Las primeras veces, cuando el miedo aún no me había ganado del todo, los agarraba, y esquivándoles un poco la mirada, les acomodaba los mamelucos y los volvía a colocar en el candelabro. Sentía que era mi responsabilidad, que si yo no lo hacía podía pasar algo terrible, entonces lo hacía rápido, para que no sintieran que quería molestarlos.
Pero un día pasó lo inesperado. Mi mamá, así porque sí, regaló la muñeca de mameluco naranja y cabeza de porcelana a una señora del barrio. Cuando enfurecida le pregunté porqué hizo eso, me dijo que a la viejita le había encantado y que era una muestra de amabilidad hacer presentes a la gente.
Yo sabía que desde ese día todo iba a cambiar. La música alta que mis papás ponían los fines de semana mientras limpiabamos ya casi no sonaba. Había llegado mi hermanita y como había que comprarle muchos pañales, no alcanzaba para juguetes. Y lo peor fue que el arlequín de mirada rara, quedó con la mirada aún más rara. Porque quedó solo, con su cara gorda y una mueca fea, colgado del candelabro y yo con 5 años conocí en su cara por primera vez a la tristeza.
Andaba todo el día con la cabeza caída, y me llevó meses darme cuenta, que se quería dejar caer del todo. Cada vez que mi papá ponía el disco del Zorzal –que me había contado que así le decían a un tal Gardel– yo me agarraba la cabeza por él e iba corriendo al living. “Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando, su boca que era mía ya no me besa más”, y el arlequín ahí colgado, que con sus ojos me decía, “yo tampoco puedo llorar”.
Pero yo todavía podía hacer algo para que todo fuera como antes: podía encontrar a su novia perdida y reunirlos otra vez. Contentísima con mi plan, fui corriendo a contarle a mi mamá, que casi sin escucharme me respondió que eran muñecos sin vida, adornos, y que era imposible que estuvieran sufriendo por amor.
Mi amigo de mameluco violeta tenía la cara de porcelana cada vez más pálida. El rojo de su boca se iba apagando con los días, como su corazón de trapo que tampoco daba más. Una vez lo encontré tirado en el patio, entre las plantas de aloe vera, lleno de tierra y con una pequeña rajadura que le cruzaba un ojo.
Al poco tiempo, mis padres se separaron. Mi mamá agarró los bolsos, el coche de mi hermanita, me dio la mano y nunca más volvimos a la casa de la infancia. Ese día mi papá escuchaba una canción que decía: “Callejón, callejón lejano lejano…”
Ahora que el tiempo nos ha impuesto otras formas y caminos, pienso que quizás en mis caminatas por las ferias de antigüedades, entre cosas viejas y rotas, sin orígenes y sin patrias, debo andar buscando a mi muñeco triste. Quizás él también busca a su novia, o la encontró y están viajando ahora mismo a encontrar su propio destino, su propia familia, su casa. Quizás trabajan en un circo o en un barco que transporta inmigrantes o encontraron la posibilidad de amarse en el baúl de algún viejo vendedor de antigüedades de la feria de Pichincha.
Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 03/02/24
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