Voy de Burzaco a Capital. El tren tiene un aire de desconsuelo por las noches. Todos llevamos el día desarmado en el corazón. Ya son las nueve. A esta hora los que viajamos quisiéramos estar en nuestras casas, sentados frente a un plato de comida. Cómo extraño la comida de mi madre, su estar cansino bajo el paraíso, la orilla del Río Salado que serpea implacable entre Tostado y Fortín Inca. Vuelvo: es verdad, a esta hora todos quisiéramos estar, en el mejor de los casos, escuchando algún programa de radio que no nos deje suelto el día triturado que llevamos dentro.

El color de las cosas deja de ser el mismo a esta hora. Nada exterior filtra a esta serpiente metálica silenciosa. El silencio es parte del paisaje nocturno. Sin embargo yo, aunque soy del campo (y sé solo hablar de vegetación y pampa), estoy convencido de que no suelen ocurrir cosas extraordinarias a esta hora, porque a esta hora la gente viaja desplomada sobre su propia materia, luego de haber soportado otro día de un gobierno que como yo va hacia un lado, cuando quisiera ir a otro. Viajo en este tren que no va a mis pagos. Tal vez sí, tal vez sólo sea eso.

Los vendedores, que durante el día ofrecen medias, chocolates, auriculares o panificados, ya deben estar en sus casas recibiendo el calor afectuoso de la familia. Seguro vuelvan mañana, temprano, a realizar este trayecto incansable hacia ningún lado, pero ahora ya deben estar felices de amor y eso es lo que importa: llevar una primavera entre los hombros. 

En la estación de Lomas de Zamora sube un músico. Pienso que está muy bien que a esta hora tengamos la posibilidad de ponerle un poco de alegría al vagón. Saca de su mochila un parlante y un micrófono. Él, solitario y desprolijo, viste todo de negro. Tiene los rulos de algún Fito Páez de la época del lexotanil y los pobres corazones. Desde el vamos, sé que estoy frente a un artista. En Tostado, mi ciudad, esto no pasa, y por eso me entusiasmo.

No avisa que va a hacer un show. No dice que es a la gorra. Dice nada. A diferencia de todos los que se ganan la vida en el transporte público, ni su cuerpo habla. Está tieso frente a todos. La tesitura de su cuerpo ensombrece el tren por completo. Pone play a su parlante y empieza a sonar una canción de Miranda. Cuando lo vi todo de negro, nunca pensé que haría pop, pero supongo que su vestimenta oscura es sólo un reflejo de lo que yo mismo soy esta noche. 

Yo conozco esta canción. Es esa que dice: “Oh, una mañana te esperé llegar”. Creo que se llama Don. Creo que me destroza este tema. Impávido, el músico, empieza a cantar sin ritmo y sin gracia. Ni siquiera le interesa acertarle a la letra. Sus ojos están perdidos dentro de esa tracalada de escombros que es su corazón. Bajo esa cáscara textil negra se inquieta un cuerpo, se estremece, se ablanda como una fruta hermosa se ablanda con el paso de las horas y el golpeteo duro del sol. 

Termina de cantar y respira. Él, tal vez, no se escuchó a sí mismo, pero pide aplausos, que suenan, pero tímidamente. Un aplauso es un motivo de alegría, una aprobación, la forma agria de un intangible, pero también un aplauso no se regala al mínimo contacto. Un aplauso es, en suma, una experiencia apasionada del cuerpo, una reivindicación que está allí para disolver una tristeza. Esa importancia tiene, o debiera tener. Pienso, entonces: qué valor el de este hombre, pedir que lo aplaudamos después de habernos dado lo peor de sí mismo.

Uno nunca cree que vendrán a darle lo peor. Lo lógico es pensar que quien viene a ofrecer algo, viene a ofrecer una parte pura y angelada de su intimidad. Sin embargo, él pensó que podía darnos lo peor. 

Termina su primera canción. Pienso que se va a ir, pero no. Él está dispuesto a dejar toda la bilis de su epidermis en este sitio. Este hombre no es como todos los hombres. Este hombre es mitológico. Está solo. Viaja solo en el tren, haciendo música para los desahuciados. Quizás, en el fondo, aunque sepa que está terriblemente solo y triste, piensa que tiene algo para darnos. Y lo da. Sin importar nada. Yo siento pena por él, pero también él siente pena por mí. Seguro que siente pena por mí. Cualquiera que venga a dar un show así sentirá pena por sus espectadores.

Nos cuenta que hace música porque le gusta y que va a pasar una gorra para colaboraciones. Hace una pausa, como si su cuerpo no se conformase con su habladuría, y dice: Un aplauso más porque hoy es otro día en el que no me maté. Está erguido. Sus ganas de morir no lo tiran. Esa fuerza es inválida en su existencia. Sus ganas de morir no lo arrasan, pero sus ganas de morir tampoco me generan algo. Yo ya llevo adentro una distancia pesada que me retuerce sin matarme.

Termina su discurso. No parece que la gente lo haya escuchado. Recauda unos pesos de todos modos. Más por lástima que otra cosa. Cuando parece que se va a ir, se sienta en una de las barandas. Pelea con su reproductor de música: la concha de tu madre, te odio, le dice. Pelea con su reproductor de música como se peleará consigo más tarde o más temprano porque los solos tienen ese único modo para conservarse. 

Se sienta en la baranda y canta, ahora sí, despojado de toda responsabilidad artística, como una princesa campesina que sobre un árbol rugoso y solitario hace balancear sus pies. Él no quiso darnos lo peor. No quiso lastimar a nadie, porque alguien tan solo y tan triste no tiene voluntad ni para lastimarse a sí mismo. Él, mal que nos pese, mal que no entendamos, sólo quería soltar el daño que cargaba, y lo soltó sobre nosotros. Nos primerió a todos.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 09/03/24

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