Vergüenza es robar y no llevar nada a la casa.

A los 9 años tenía una amiga. Yo la amaba, creo que ella a mí también.

Éramos traviesas, como la mayoría de los pibes, pero siempre queríamos hacer una de más. Teníamos mucho en común, aparte de compartir escuela y patín carrera éramos ambas hijas de padre ausente y capitalizamos muchísimo esa condición: era la excusa o la razón perfecta para hacer una cagada atrás de la otra. Teníamos en común también muchas amistades, la gorda Soledad era muy ocurrente y yo no me quedaba atrás, nos gustaba mucho hacer bromas telefónicas, en los ochenta, cuando el identificador no existía. Era facilísimo y sumamente divertido y si era de madrugada mucho mejor. Marichi era una piba que vivía en el barrio, hija de madre sobreprotectora, a veces nos daba pena y otras bronca porque no se revelaba. A la madre la detestábamos, el padre se había muerto, no recuerdo cuándo. Marichi nunca contó nada de eso, tampoco sabíamos de qué se murió, lo que sí sabíamos es que a la madre la teníamos atragantada, nos parecía una bruja, una vieja de mierda. Cuando me quedaba a dormir en la casa de Sole vengábamos a Marichi, tipo dos de la mañana llamábamos a la casa, obvio, atendía la madre y le decíamos: “Tu marido te engaña en el cielo”. Y le cortábamos. Claramente no creíamos en el karma.

Ese día con la Sole volvíamos del Estadio Municipal, ahí hacíamos educación física contraturno. Siempre volvíamos cagadas de hambre, a las pibas nos hacían correr y correr, no jugábamos a nada, tampoco aprendíamos.

De camino a casa pasamos por el súper Uno, sólo nos miramos, no fue necesario hablar, entramos. Empezamos a dar vueltas por las góndolas, yo amaba las galletitas Melba y la gorda las Ópera. No había consenso, tampoco plata. Tocábamos todos los productos que nos queríamos comer, los agarrábamos, los olíamos y los dejábamos automáticamente en su lugar. Fuimos a la heladera. Yo miraba con mucho deseo los quesitos Adler, los amaba, qué lujo. Hasta que la complicidad nos llevó a los yogures “Yogurbelt 0% grasa”, los cuales comían mis tías –una anoréxica y la otra obesa–, y la mamá de Soledad también.

La palabra régimen era furor, todo el mundo la usaba, las adultas vivían a régimen, consumir Yogurbelt era de adultas, y nosotras cuando estábamos solas, lo éramos, así que nos agarramos unos y los metimos en los bolsillos de las camperas de gimnasia que eran bien amplios. Dimos unas vueltas más por el super haciéndonos las boludas y encaramos la puerta. Cuando estábamos saliendo, un tipo, creo que era el encargado porque estaba ahí adelante de las cajas y le alcanzaba cambio a las cajeras o pasaba las tarjetas, y aparte hacía de botón, nos agarró y nos preguntó qué teníamos en los bolsillos. Tuvimos que desenfundar los yogures, cuatro en total, dos cada una. Automáticamente me largué a llorar, Soledad también, pero la Sole, que era blanca leche, estaba roja, yo no. Ella se puso detrás mío, se ocultaba de toda esa gente que estaba en el supermercado, la mayoría mis vecinos, no de ella. El tipo nos llevó al primer piso a las dos, nos metió adentro de una oficina en la que había un escritorio de chapa gigante, con muchos papeles y fajos de dinero arriba. Atrás de la silla, un cuadro de un paisaje inmundo que seguramente había pintado algún pariente sin talento del dueño del supermercado, y una caja fuerte gigante color naranja. Era la primera vez que veía una. El tipo nos hizo poner los yogures de vasito arriba del escritorio. Nos miraba de arriba a abajo, callado. Hacía movimientos con la boca, me daba asco. El tiempo parecía no pasar, nosotras tampoco hablábamos, se nos caían las lágrimas del miedo, nos hizo levantar las remeras. Soledad no lo hizo. El vigilante nos empezó a increpar. Nos gritaba, exigía que hablemos, que nos arrepintamos, que pidamos perdón, que por qué lo habíamos hecho.

Yo le contesté. “Tenemos hambre y no tenemos plata”. No dije mucho más.

Soledad se puso verborragica, pedía perdón, lloraba, decía que era la primera vez que lo hacía, que no era ladrona, que la llame a la madre que iba a pasar a pagarlos, que estaba en la escuela donde trabajaba, que casualmente era la escuela adonde nosotras íbamos también, que pida hablar con ella y que ella vendría a solucionarlo todo. Yo la miraba. La odiaba. ¿Es boluda? Hacete la pobrecita y que nos dejen ir. Cómo mierda vas a pedir que llamen a tu mamá? Automáticamente se va a enterar la mía. ¿Sos idiota? A mi mamá no le entra una sola preocupación más en el cuerpo. Mi mamá no es maestra, mi mamá no sabe como tratarme. ¡Tarada! Mi mamá me caga palos, ¿entendés? Yo no tengo un hermano más grande que ya la curó de espanto. Pensaba… yo tengo hambre y mi mamá me abandonó. “Me quiero ir y si no me dejas ir grito”, le dije al tipo, que nos tenía encerradas hacía más de media hora. Soledad se calló, el tipo miró para abajo, yo la miré Soledad, Soledad miró para abajo. Dejé de llorar y me refregué los ojos para irme y que no se me note.

El tipo dijo que no iba a llamar a nadie pero que si tendría que llamar a alguien sería a la policía. Yo le contesté que era menor y los menores no van presos. El señor me dijo que parecía que no tenía padre, le dije que no. “Tampoco tenés vergüenza”, continuó. “No, no tengo vergüenza, sólo tengo hambre”. “Vayan –dijo– y no lo vuelvan a hacer más”. Nos fuimos.

Soledad me miró apenas pisamos la calle, me tiró la mano, yo me guardé las manos en los bolsillos y la dejé pagando. Le dije pelotuda. Ella se enojó. Volvió a la escuela porque ahí estaba su mamá. Le grité que no se le ocurriera contarle y le volví a decir pelotuda para que se enoje unos días más. Entré a casa y saqué del bolsillo dos calditos de gallina. Los dejé en la puerta de la heladera donde van los huevos. Llegó mi mamá. A la noche tomamos sopa.

Foto: Lula

Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 13/04/24

¡Sumate y ampliá el arco informativo! Por 3000 pesos por mes recibí todos los días info destacada de Redacción Rosario por correo electrónico, y los sábados, en tu casa, el semanario El Eslabón. Para suscribirte, contactanos por Whatsapp.

Más notas relacionadas
  • Volver al mar

    Tuquito se rascó la frente y se tiró para atrás el flequillo medio pegoteado. Escupió una
  • La potencia de la marcha

    El lunes 24 se marchó. Estuvieron quienes tenían que estar. No hace falta seguir pensando
  • Sólo la educación vence al tiempo

    Cristina volvió a hablar en una universidad pública en un marco de organización de la clas
Más por Lala Brillos
Más en Columnistas

Dejá un comentario

Sugerencia

Pullaro no intervendrá en Vicentin: “No somos comunistas”

El gobernador descartó que el Estado provincial se haga cargo de la empresa, al responder