Una sola vez intenté, Lauri. No sé, se me mezcla un poco ahora, pero ponele que fue a mediados de los noventa. Yo había trabajado en el supermercado el año anterior. Era cajera para los fines de semana, ¿sabés? Así ganaba plata para pagarme el departamento en Rosario. Segundo año de la Facultad, ya entrando a tercero.

Esperá. Antes de seguirte contando: no me cortes mucho, las puntas nomás. Y al flequillo dejalo largo, que ya me tiene cansada.

Bueno, la cosa es que laburé todo el año en el súper. No salía casi nunca, porque los domingos a la mañana empezaba a las 9 y quería estar lúcida. Cualquier metida de pata en las teclas hubiese sido perder plata. Mi vieja se dio cuenta de que yo estaba harta y entonces me dijo que quería que la ayudara a reflotar la peluquería. Que iba a ganar más plata. Que iba a poder salir. 

Le dije que sí. A ella nunca le había gustado la peluquería, lo había hecho como último recurso. Siempre quiso ser médica y no la dejaron ni hacer el secundario. Pero no le fue mal. Tenía talento para el pelo y para el chamuyo. Le vendía productos a las mujeres. Les hablaba de “cabello” y de “rostro” en vez de cara y pelo y caían rendidas ante cualquier shampoo de bidón. 

No, no, Lauri, ya sé que vos vendés productos originales. Yo nomás te cuento cómo lo manejaba ella.

El asunto es que cuando me hizo la propuesta ya no era la misma. Antes de la operación era muy diferente. Puteaba, sí, y cada tanto estaba triste, pero sabía, ¿cómo decirte? No, disfrazarse no es la palabra. Montarse. Eso es. Ella se montaba para la peluquería: las uñas rojas, brillantes, se lucían cuando agarraba los mechones entre dos dedos y la tijera dorada en la otra mano. Te quedabas mirando esas uñas, eran como rubíes. El pelo siempre acomodado, con un corte de moda y algo en el color. Podía ser un “toque de fuego” o reflejos. Una túnica blanca, bien planchada. Y claro, el “cassette” a la medida de la lista de clientas de la tarde. Podía tener el ánimo por el piso, haberse agarrado a las piñas con mi viejo, haber bajado a todos los santos del cielo por no tener la casa terminada como ella quería, pero cuando cerraba la puerta que comunicaba la casa con la peluquería, se transformaba. 

Después de la operación, eso se apagó. Se pintaba las uñas cada tanto, y se empezó a cortar el pelo más corto. Atendía a muy pocas clientas, sólo a las que se negaban a confiarles la cabeza a otra y le aguantaban que las recibiera una vez sí y otra andá a saber. Y los ojos, Lauri… La hubieras visto: tenía la mirada fija, como si no se pudiera escapar de algo que estaba no sé adónde. Porque miraba, capaz, el plato de porcelana del aparador, pero no estaba viendo eso en realidad. La mirada rebotaba y se le iba para adentro, y estoy segura de que pensaba en la cicatriz, en ese lado del pecho plano. En lo que tenía que disimular, pero que para ella estaba o, mejor, no estaba. Se había hecho una bolsa de arroz. La ponía adentro del corpiño.

¿Sabés que no? El pelo no se le había caído con los tratamientos. Ella se había comprado un pañuelo de gasa por si se le caía, pero nunca tuvo que usarlo. Era hermoso, con dibujos de flores, elegante, de colores ocre y rosa suaves, terminado a mano. A mí me gustaba porque si lo sacudías, parecía flotar. 

Bueno, como te decía, así estaba ella cuando me dijo aquello de relanzar la peluquería. Yo le dije que sí para conformarla, porque ya sabía que Ciencias Económicas era lo mío, pero además, como te digo: yo no tenía lo que hay que tener. No era como ella.

Ese verano, entonces, la acompañé a la perfumería de Muia y compramos líquido para permanentes, y gomitas nuevas para los bigudíes, las tinturas básicas y otras cosas que no me acuerdo. Fue una comprita modesta pero interesante, como para atender a las más conocidas. Ah, lo más importante: compramos una máquina de rapar, porque justo ese año se usaban las nucas bien cortitas y, de paso, servía para cortarle a mi hermano y a mi papá.

Pareció casualidad, ¿sabés? porque después de un mes, una tarde me dijo que necesitaba que la cubriera con un domicilio. Nosotras no atendíamos a nadie en su casa, pero me dijo que esto era algo especial y que iba a ser mejor que fuera yo. Adela, una clienta de toda la vida, se tenía que operar algo de la cabeza. Había que raparla, y era mejor si se lo hacía en privado. Me dijo: ya viste que rapar es una pavada, es sólo manejar la máquina y listo. A ella no le cobrés nada. Te lo pago yo después.

Así que allá fui, a la casa de Adela, a la hora de la siesta. No había un alma en la calle. Fui en bicicleta, porque estaba bastante lejos. Llevaba un bolso con la máquina, la tijera, una capa parecida a esta y el cepillo para sacar los restos de pelo. 

Ah, y el pañuelo de gasa, ese que te dije. Mi mamá se lo iba a prestar a Adela porque con la cicatriz capaz no podría usar peluca.

La mujer me abrió la puerta con una sonrisa. Me hizo pasar enseguida. Ya tenía la silla preparada en el comedor. Me convidó un vaso de agua. ¿No hace falta espejo, no? Yo le dije que no, que era algo sencillo. 

Tenía una melenita hermosa, al hombro. El pelo entrecano y lacio, así como yo ahora.

Antes de que se sentara, acomodé las cosas y medio que no supe qué decirle. Ella miró la máquina de rapar y se puso seria. Nos quedamos mirando un segundo, las dos calladas. Por eso te digo que no sirvo. Mi mamá no hubiera dejado ese bache. Habría salido con cualquier cosa, qué sé yo… que la máquina era alemana, buenísima, con cuchillas de titanio y cuatro medidas de corte. Que el pelo le iba a volver a nacer fuertísimo, más lindo que antes, quizás ondulado. Que para cuando la herida esté bien, ella misma se iba a ocupar de conseguirle una peluca de pelo natural con el tono de color justo.

Yo te juro que quería, eh, pero lo único que me salió fue ponerle el pañuelo en las manos como si fuera, no sé, el velo de una novia. 

Mi mamá dice que te va a quedar elegantísimo.le dije. Me sentí una estúpida, y estuve a punto de meter todo de nuevo en el bolso, pero ella respiró hondo y se sentó en la silla.Tu mamá tiene gusto. Si ella lo dice… 

Eso sí, antes de empezar me pidió que esperara. Se levantó y fue hasta la cocina. Volvió con una bolsita.

Es para el pelo —me dijo. —Ponelo ahí y llevalo. Y un último favor: después acomodame el pañuelo, que seguramente vos tenés mano, igual que tu mamá. 

Y sí, tenía mano. Le puse el pañuelo tan lindo que esa mujer parecía una pintura de museo. Y mientras ella se fue a ver al espejo del baño, metí la bolsa de pelo adentro de la capa, cosa de que no se diera cuenta de dónde la había guardado. Después, camino a casa, la tiré en un contenedor. Me pareció que a mí mamá no le habría gustado ver eso.

Esa fue la única vez que intenté ser peluquera, Lauri. Como te dije, no era para mí. Dejame con las planillas y los papeles.

Sí, sí, perfecto. Así está bien el flequillo.

Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 04/05/24

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