La habitación era sencilla pero cómoda, a pesar de las modificaciones que la internación domiciliaria provocó en la arquitectura del hogar. Los retratos de la familia adornaban las paredes blancas y el rosario en la cabecera de la cama le daban un aire hierático a la escena. En las fotos podía recorrerse con sólo una pasada los momentos más felices de sus vidas; la graduación de los hijos, las vacaciones en la playa, la foto del casamiento, los bautismos, remembranza de los tiempos pasados de dicha y alegría. Desde que él enfermó, la vida se había hecho cuesta arriba, la guita no alcanzaba y los medicamentos se llevaban la mayor porción de los ingresos. Las cuentas se acumularon, los plazos se vencieron, los aportes se atrasaron y el retiro por incapacidad nunca llegó.

Los días eran largos y las noches eternas, ella se recostaba en la habitación contigua, aunque casi nunca dormía, cada madrugada de los últimos dos años había estado alerta y diligente con los requerimientos del convaleciente. Sus brazos cansados y su cuerpo rendido, en ocasiones se derrumbaban en el sofá del comedor, exhaustos, agotados por el trajín de cada día, pero firmes y sólidos como el amor que le profesaba en sus cuidados.

El día se había llevado puestos los últimos rayos de sol, ella lo miraba dulcemente, él tenía la mirada proyectada en la infinitud de ese horizonte que tantas veces había visto recortando el mar. Ella lloraba en el silencio más profundo de su alma, con una sonrisa impostada, la misma sonrisa que le había devuelto cada mañana y cada amanecer. El dolor le oprimía el pecho como si un corset emballenado con alambres de púa le sujetara el sufrimiento para no dejarlo salir de su alma, y éste, obstinado y caprichoso, huyera por los poros que abría cada púa en su piel. Limpió su cuerpo escarado y sufriente con delicada ternura, lavó sus heridas con la suavidad de las nubes. Esas nubes que él intentaba alcanzar en el delirio narcótico de los opioides. Cambió por segunda vez en el día las sábanas de la cama y se sentó a su lado 

Ella recorrió el contorno de sus manos por enésima vez, su piel era casi traslúcida, ajada, delgada y frágil. Sus huesos, como ramas de un árbol en otoño, lucían casi desnudos. El contacto con sus manos era su única conexión con el mundo real, la morfina y el dolor habían creado un mundo ilusorio en su mente. Un mundo donde corrían tomados de la mano por las playas de Mar del Plata, el mar le mojaba los pies y podía sentir el viento marino pegarles en la cara. Una realidad imaginaria donde por las noches clamaba por su mamá que había fallecido cuando él era apenas un niño o relataba imaginarios partidos de fútbol pegando auténticos alaridos de gol y de dolor.

Recordó la primera vez que él la había tomado de las manos, fue en el cine, una fría tarde de agosto, ella tenía las manos heladas, eran finas, delicadas y elegantes. Él era un hombre de trabajo pesado, sus manos eran rudas, fuertes, callosas, ásperas, curtidas por el sol, manos de trabajo, manos de padre, manos generosas; pero si algo las distinguía era que siempre estaban calentitas. Hoy sus manos han intercambiado sus roles, las de ella lucen valientes, guapas, abnegadas, han renunciado a la belleza de los cuidados para ser manos de trabajo, manos de madre, manos de lucha; ¿y las de él? Las de él hoy están frías, testigos inmóviles de la partida, pero así y todo son su conexión con la vida, son la percepción viva del amor.

Ella lo acarició con dulzura, imploró por su alma sufriente, lo besó, apretó sus manos con todas sus fuerzas, una mezcla apocalíptica de bronca, enojo, ira y rabia por lo inexorable, con el amor más profundo y sincero. Él tomó sus manos con las últimas gotas de vida que le quedaban, su respiración era dificultosa y entrecortada, la miró a los ojos como aquella tarde en el cine y su alma voló.

Dicen que las historias de amor que se terminan no tienen final feliz, también podrán decir que la muerte nunca es un final feliz. Todos algún día vamos a morir, con lo cual las historias de amor tendrán un final. El día que mi alma necesite volar, quiero que sea a tu lado, agarrado de tus manos y feliz de haberte amado hasta el final, como él.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 01/06/24

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