Tenías cinco meses y entraste dormida en tu cochecito. Me costó un poco subirlo al umbral, negro y agrietado: era demasiado alto, como solían ser las casas y sus cosas hace unos cuantos años. Algo, ese día, nos hizo saber que era la indicada. No nos importaron el cielorraso desprendido ni el entrepiso desmoronándose ni todos los pequeños detalles: apenas vi la puerta de vidrios de colores que separaba la primera habitación de la segunda supe que no podría vivir en una casa que no tuviera esa puerta. Pronto nos ocupamos de reservarla en un rincón para protegerla de la humedad, del polvillo, del derrumbe de la casa en obra. La misma puerta que ahora observo desde la cocina mientras me tomo un mate; esa puerta que vas cerrando mientras te perdés de espaldas en el baño chiquito bajo la escalera, después de haber anunciado que vas a hacer pis.

Tenías cinco meses y yo empujé tu cochecito por el pasillo largo de la galería. Al llegar al patio de atrás me sorprendió la inmensidad del jacarandá y sus flores lila-rosadas, entremezcladas con las anaranjadas de la bignonia que trepaba por el tapial del fondo. Así le decía mi abuelo a su patio: el fondo. «Estoy en el fondo» le anunciaba a mi abuela, y eso era un anticipo más que una realidad, porque se lo decía en presente pero aun dentro de la casa, es decir, un momento antes de irse, o mientras todavía se estaba yendo al fondo. El día que conocimos la casa era mediodía y el sol de enero azotaba fuerte y yo procuraba protegerte con la capota del coche para que siguieras durmiendo mientras me imaginaba teniendo un fondo donde poder perderme y que alguien me encuentre, un fondo donde encontrar a alguien. Vos abriste los ojos y descubriste el árbol y sus colores. Sonreíste con cierto orgullo, como sonríen los que saben que eso tan hermoso de ahí les pertenece.

Tenías cinco meses cuando pisamos por primera vez esta casa gris y descascarada sobre la que pudimos, pronto, imaginar nuestro hogar. Digo imaginar y no establecer, porque de la casa original no quedó nada: todo resultó ser barro, barro que se escurría a medida que los albañiles intentaban abrir vanos en las paredes, barro y ladrillos de barro que se resquebrajaban ante cada intervención. Nos fuimos aferrando a ciertas cosas, como los pisos calcáreos negros y amarillos que con tu padre sacamos con delicadeza de cirujanos y que hoy son el corazón del patio interno, que es el pulmón de la casa, allí donde ventilan casi todos los espacios que habitamos. Tanto cuidamos esos calcáreos que los convertimos en el corazón-pulmón de esta casa. Nos aferramos a esa puerta y a los pisos rescatados como si en esas cosas se cifrara el código de nuestro futuro.

Tenías cinco meses cuando decidimos que aquí nos quedábamos y empezamos a traer las cosas que no podían faltar. Porque un tiempo antes de conocer esta casa conocí a un hombre, que es tu padre. Y cuando amanecí con él por primera vez y miré el mundo por la ventana de su habitación sentí que iba a querer mirar a través de esa ventana, junto a ese hombre, por un tiempo largo. Esa ventana que un par de años más tarde iba a abrir cada mañana para que cayera sobre tu cuerpo recién nacido un manto tibio de claridad. Cuando al consorcio del edificio se le ocurrió cambiar las aberturas de madera por aluminio guardamos esa ventana y otras dos en la baulera, con la ilusión de seguir mirando juntos a través de ellas. Y son las ventanas por las que hoy entra la luz del sol en tu habitación, en la nuestra, y en la de tu hermana.

Tenías cinco meses y por eso, a lo mejor, te parece que esta casa es así desde siempre. Porque tenías cinco meses cuando empezamos a construir, con retazos, con palabras, con incertidumbres, esta casa. Con tu padre nos hicimos un poco albañiles en el camino, con torpezas, con aciertos. Guardo fotos de aquellos primeros días, de esa casa repleta de improbables ilusiones concretadas. Sé muchas cosas; sé que diste tus primeros pasos en el pasillo donde hoy existe la escalera, sé que plantamos juntas una enamorada del muro que no sobrevivió a la obra, sé que parte de lo que fuimos se demolió con aquella casa que dejó de ser para que esta sea. Y no supe saber tantas otras cosas. Como no sé, ahora, darle un final a esta historia que te cuento, acaso porque todavía no lo tiene. Sé que esta casa, hecha con pedazos de la casa en la que conocí a tu padre y con restos rescatados de la que elegimos juntos bajo el sol fulgurante de tu primer verano, será, creo, no el final, no el punto de llegada, sino el comienzo, el «Había una vez» de tantas historias nuevas que ni siquiera imaginábamos cuando tenías sólo cinco meses y entraste dormida en tu cochecito.

Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 08/06/24

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