Fue en el preciso momento en que Diego recibió el pase. Dios estaba clavándose una picada en la tribuna. Lo acompañaba el Diablo. Un ojo lo tenía en los quesitos y los fiambres. El otro, en la jugada. Recordemos que Dios tiene la capacidad de disociar un ojo de otro, cosa que el resto de los mortales no tenemos. Salvo Diego. Por eso Diego es Diego. Y por eso, también, Dios es Dios.

La historia fue así: Dios estaba disputándose el último pedazo de jamón crudo con el Diablo, como dos niños tironeando de un juguete. Y se sintió un poco absurdo. Pero como era bastante soberano, sobrador y se creía dueño de todo, le daba pelea al Diablo que no claudicaba en su deseo de manducarse ese último trozo divino. Dios sintió un ojo que lo miraba de reojo. Era Diego Armando Maradona. Se vio interpelado. Y pensó:

—No puedo ser tan pelotudo. Este sudaca me está mirando y yo meta revolear el tenedor y lastrar fiambre, mientras el mundo se prende fuego, los pibes se mueren de hambre, de frío, de bombas, y este morocho con lengua famélica no me saca el ojo de encima. Y para colmo tiene el tupé de bailarles un malambo a los dueños de la tierra.

Y Dios sintió que el ojo de Diego se le clavaba en la garganta a la vez que corría con los pibes de la guerra dentro del pecho.

El Diablo, que era bicho, le deslizó, ahí nomás:

—¡Mirá el sudaca cómo se hace cargo! ¡Algo tenés que hacer! ¡Por Dios, o sea, por vos! 

Y Dios entendió. Tenía que actuar.

Los ingleses se caían de orto, uno por uno, mientras Diego les repicaba un candombe con la bocha entre los pies. Y se los dedicaba a todos los pueblos oprimidos, con el dedo índice arriba, señalando al Cielo, mientras con el ojo le hacía un guiño a Dios que, desde la tribuna, le ganaba el jamón crudo al Diablo y, en vez de manducárselo entero, lo partía y le entregaba la mitad.

El Diablo, que si antes dije que era bicho, ahora les digo que recontra, se empezó a hacer el boludo, hizo de cuenta que se había atragantado, tosió y tosió y mientras Dios lo asistía por la espalda para hacerle la maniobra de Heimlich, el Diablo se incorporaba, sin parar de reírse, y le choreaba rápidamente el jamón que Dios había dejado apoyado a un costado del asiento.

—¡Entraste como un caballo, Dios! –lo chuzó el Diablo y lanzó el cacho de crudo, como un globito, para embuchárselo definitivamente.

Dios, sin poder creerlo, se persignaba una y otra vez mientras decía que no con la cabeza. 

En la tribuna de las banderitas rojas, azules y blancas se escuchaba:

—God save the Queen, God save the Queen –y Dios pensaba que necesitaba que alguien lo salvase a él por un ratito.

En Argentina, se bailaba cumbia, rock, chacarera, malambo, pop latino, reggaeton, que no existía con ese nombre pero ya había, y un candombe no paró de sonar desde el fondo de la tierra, hasta hoy, que se cumplen no sé cuántos años de aquel episodio.

Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 15/06/24

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