Nos encontramos ante una de las mayores paradojas de nuestro tiempo. El trabajo tal como lo conocimos, el mundo laboral, las condiciones mundiales de precarización, la demanda cada vez mayor de un compromiso de parte del/la laburante, el ponerse la camiseta de la empresa, y sonreír, y ponerle voluntad y emocionalidad a la tarea cotidiana. El aspecto simbólico que asocia el trabajo y la producción con el consumo, la necesidad de consumir cada vez más como símbolo de status social y como dinamizador del deseo. Las organizaciones que representan los intereses de un trabajador que cada día se parece menos al mito del militante sindical, y que buscan, en el mejor de los casos, y cuando asumen las contradicciones de los tiempos actuales, denodadamente despertar en sus afiliados los sentimientos que movilicen las ganas de luchar por construir un presente para poder ver un futuro.

En nuestro país se produjo una puja política e ideológica en el siglo XX por ver quién representaba los intereses de la clase trabajadora. El peronismo y la izquierda se arrojaron, fundados en diferentes preceptos y “verdades”, la representación de las mismas, con aciertos y errores y con mayor o menor éxito, según los diferentes momentos históricos. Lo cierto es que para ambos el sujeto que iba a producir la transformación social era el trabajador (y la trabajadora, también, como luego instaló el feminismo, transversal a ambos), ya sea a través de grandes reformas o de una propuesta revolucionaria. Lo indiscutible era que sólo a través de la lucha y de la organización se lograría el objetivo.

La caída del muro de Berlín dio por concluida la discusión acerca de cuál sería el camino de la transformación: dentro del capitalismo todo, fuera nada (o quizás Cuba). El proyecto neoliberal pergeñado por Friedrich Hayek, e instaurado y publicitado por Margareth Tatcher, transformó no sólo el mundo del trabajo, las condiciones laborales, sino la percepción social acerca del mismo. Vamos a intentar esbozar algunas características de esas transformaciones sociales, tecnológicas, culturales, que posibilitaron y generaron las condiciones de lo que nos toca vivir hoy.

Cuando pensamos en la generación de nuestros abuelos, el trabajo era sólo un medio de subsistencia, no había demasiada expectativa en que la tarea que realizaban iba a modificar en algo la realidad ni a construir un mundo mejor. Iban a cumplir un horario a cambio de un pago mensual que les permitiera vivir. La mayor parte del empleo era industrial, el cansancio que producía era corporal. El siglo XX estuvo signado por una alta conflictividad laboral producto de la identidad marcada de las y los trabajadores que sentían pertenencia de clase. Los avances en materia de derechos provienen de esa conciencia y de la consecuente práctica sindical. A partir de los años 80 comienzan a proliferar las empresas de servicios; los Estados se corren de la provisión de los servicios públicos, cambiando de la lógica del servicio como derecho al “pague y luego reclame”. El trabajo en este tipo de empresas adquiere otra impronta. Se necesita el compromiso del/la laburante, que ponga un plus de emocionalidad, que sonría, que sea amable, provocando un agotamiento mayor. Aparece el estrés.

En esta década aparece el concepto de adicción al trabajo como algo negativo, que había que evitar. Hoy, cuatro décadas después, todos los síntomas que configuraban este cuadro son el listado de las virtudes que te piden las empresas para darte un empleo. En este contexto, las empresas promueven desde lo discursivo el cuidado del medio ambiente, la igualdad de género, el compromiso social. Muchos jóvenes ingresan a su primer laburo creyendo que van a colaborar a un cambio de sociedad. Sin embargo, en el corto plazo se dan cuenta de que la única lógica que predomina es la de la ganancia, provocándoles depresión, angustia y ansiedad.

En 2021 se produjo en EEUU un récord de renuncias durante varios meses seguidos, llegando a más de 4 millones en septiembre. La sensación de que a tu jefe no le importaba si te morías fue el motivo más común. En medio de la pandemia, quedaron en evidencia varias cuestiones que produjeron semejante abandono del trabajo. Por un lado, la situación epidemiológica obligó a las personas a quedarse en su domicilio, por otro los Estados pagaron inmensas sumas de dinero para sostener la situación de aislamiento. Dos cosas que siempre se dijo que no se podían hacer y que sin embargo se hicieron, y evidentemente hicieron reflexionar a quienes se encontraban encerrados en sus hogares. Sarah Jaffe, en su libro El trabajo no te amará, desarrolla en profundidad esta problemática y plantea la disyuntiva acerca de si es posible cambiar el modo exacerbado de consumo en el que nos manejamos. Dice que todos sabemos lo que se esconde detrás de Amazon o de las empresas de cadetería por App, y se pregunta si estamos en condiciones de resignar los servicios rápidos y baratos teniendo en cuenta las condiciones en que trabajan sus empleados, si estamos preparados para dejar la vida cómoda para erradicar el trabajo sucio y brutal.

Si el trabajo es lo único que le da sentido a nuestras vidas, y si las condiciones de ese laburo son las que nos propone el neoliberalismo, vamos rumbo a un desencanto cada vez mayor. El capitalismo construyó una cosmovisión en la que el trabajo llena el vacío de sentido que se fue agudizando en los últimos 40 años en nuestra sociedad. Los valores que promovió fueron la eficiencia y la productividad, estigmatizando a los desocupados y a los jubilados como si fueran un gasto social. La pérdida de consistencia de las instituciones que unían a la sociedad, como los clubes, centros culturales, bibliotecas, más la falta de políticas públicas, nos recuerdan mucho al avance del gobierno de Milei, quien se declaró abiertamente admirador de Margaret Tatcher. Quizás gran parte del proyecto que llevó adelante la dama de hierro, que nos dejó una sociedad del desencanto que es la eliminación de la solidaridad social en nuestras sociedades, sea el desafío que nos impone el momento histórico.

A lo mejor nos llegó el momento de plantear, abiertamente y a viva voz, la reducción de la jornada laboral, una asignación universal que se parezca más a la canasta familiar que a una limosna, y a dejar de fomentar el consumo como única actividad que dinamice la producción, y que la renta financiera comience a pagar la gran deuda social que dejaron con estas cuatro décadas de extractivismo a ultranza. En cuanto a las organizaciones sindicales, en nuestro país existen experiencias sobradas de Comisiones Directivas que se parecían a sus bases, mucho más que a la patronal. Será cuestión de recuperar esa memoria colectiva que implica construir organizaciones acordes a los desafíos de estos tiempos, y a construir deseo pensando un mundo mejor, donde se trabaje menos, en el que dejemos de caer en la trampa de la competitividad que no es más que la competencia entre quienes deben colaborar y construir la solidaridad necesaria para que la vida digna vuelva a ser valorada y premiada.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 22/06/24

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2 Lectores

  1. heardle

    26/06/2024 en 4:48

    I completely agree with your view that education is the key to solving poverty. When people get education, they have more job opportunities and earn more money. This can help them escape the cycle of poverty and improve their quality of life. Additionally, education can help people become more responsible and engaged citizens. When people gain education, they are more likely to vote, volunteer, and participate in their communities.

    Responder

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