La cocina era el lugar de los aconteceres triviales y también de los decisivos de la vida de la familia, como en una particular geografía doméstica.
Un mediodía de septiembre mamá dirigía allí su habitual sinfonía de cuchillos, cucharas, cucharones y cuanto instrumento fuera útil al loable propósito de preparar el almuerzo. El olor a sopa de verduras de la quinta se escapaba por la ventana entreabierta que daba a la calle. Mi hermana garabateaba en el piso de mosaicos amarillos, brillantes como soles.
Las dos estaban tan atareadas que sólo yo vi llegar a mi padre más temprano que de costumbre, más cansinamente que de costumbre. Se detuvo en la puerta de ingreso y dijo:
—Esta vez el viejo lo hizo, y lo hizo bien. Quiebra. Quiebra fraudulenta nos dijeron, ni un centavo nos corresponde. Ahora sí que se acabó. Ni Perón nos podría salvar.
Mi madre apagó la hornalla y, secándose las manos en el delantal con un gesto mecánico, se derrumbó en la silla.
Intuí que algo realmente serio estaba ocurriendo. ¿Qué se acabó? ¿Quién era el viejo? ¿Don Fabricio? ¿Ése de quien la vecina, verja mediante, contó que se pavoneaba con su coche último modelo, su mujer joven y su prole menuda en la fiesta del pueblo? Y Perón, el “papá bueno” del que siempre se hablaba en mi casa, ¿por qué no dejaba aquel país lejano y venía a ayudar a mi papá que tanto lo quería?
Después del fatídico anuncio todo se precipitó, según me parece recordar, y una vez más, convocados en la cocina, supimos que papá aceptaría un trabajo en otra ciudad y deberíamos mudarnos pronto para acompañarlo. Mi mamá intentó suavizar el impacto hablando de las bondades del cambio, bondades que, ahora sé, ni ella creía. Todo sería sinónimo de progreso, iríamos a una ciudad más grande, con calles asfaltadas y clubes con piletas de natación, podríamos ver los corsos con desfiles de carrozas, mascaritas y hasta elección de reina, un espectáculo impensable en nuestro pequeño pueblo por esos días. Pero lo más importante para nuestro futuro, desvelo de mis padres, era que el nuevo destino tenía buenos colegios con ciclos de enseñanza completa y ya no tendríamos que separarnos para avanzar en nuestra educación.
En este punto ya no escuché más: irnos significaba dejar mi escuela, pero ¿cómo iba a dejarla?, era el lugar donde había recitado el poema del grillo cantor en el acto de fin de año, había bailado con mi primo el carnavalito, había sido elegida para acompañar la bandera el 25 de mayo en la plaza. Comprendí algo más grave todavía: dejábamos el pueblo para no volver.
El pueblo era mi casa, mis cuatro bisabuelos habían nacido allí, todos me conocían, de camino a la escuela siempre alguien preguntaba por mi familia, la panadera me regalaba unas facturas, no sin dejar saludos para mi abuelo. Y la casa. Mientras los grandes se dedicaban a embalar cajas aquí y cajones allá, cosas que perdían su lugar habitual, yo tocaba esos objetos familiares, casi los acariciaba como para memorizarlos y llevarlos conmigo. Con la mirada fotografiaba las hamacas, las puertas de hierro, los árboles frutales de la quinta, el pino que invariablemente cada Navidad adornábamos con bolas de colores brillantes y cintas. Recorría el patio donde había fijado mi reino y al que sólo abdicaba obligada ante el llamado a comer o a dormir. En ese escenario polvoriento, innumerables carreras de bicicletas se habían disputado con las gallinas como espectadoras privilegiadas en sus gradas de alambre. Qué no hubiera dado yo por llevar todo conmigo.
La puerta principal de la casa, dos pesadas hojas de madera, que sólo se usaba en ocasiones especiales, estaba abierta de par en par y por ella desfilaban como en solemne procesión los muebles que veía sin el color y el lustre acostumbrados. Una a una se fueron vaciando las habitaciones y de sus antiguos moradores inanimados sólo quedaron las marcas impresas en el piso.
A la hora de la siesta todo estuvo listo. El camión repleto y con andar pesado se despidió de la casa. Mis tíos, que habían venido a ayudar, se adelantaron junto a mi hermana mayor y mi papá. Ellos harían los arreglos pertinentes para recibirnos en el nuevo destino. Mi mamá, mi hermana menor y yo subiríamos algunas cosas que quedaban a la vieja camioneta Studebaker de mi tío solterón y, con él al volante, los seguiríamos más tarde. Pasamos buena parte del tiempo subiendo macetas, un triciclo, la máquina de coser, escobas y baldes que iban ocupando los lugares vacíos de la chata. La última carga –y no por eso la menos importante– fueron las gallinas. Algunas en sus jaulas movían las cabezas encrestadas mientras cacareaban anunciando cierto orgullo por su ascenso en la escala social, desde ahora serían gallinas de ciudad. Otras, menos afortunadas que las anteriores, viajarían en clase turista, unos tachos de fibrocemento a medio cerrar para evitar que se volaran.
A mi tío le tocó la inspección final, aseguró todas las aberturas de la casa, revisó la carga, se encaramó en la cabina y nos pusimos en marcha por el camino viejo, cuatro personas delante y las gallinas detrás. Hasta salir del pueblo nadie habló, vi que mamá lagrimeaba, me arrodillé en el asiento, de espaldas a lo que vendría, y miré todo el tiempo por la luneta trasera: íbamos dejando las calles, la plaza, las casas, la iglesia.
Ya en la ruta seguí en la misma posición, pero esta vez con la tarea de controlar el comportamiento de las gallinas, debía avisar cualquier movimiento extraño. El trajín del día, el paisaje monótono de la llanura y el ronroneo del motor me adormecieron. Desperté cuando entrábamos a la ciudad, habíamos dejado atrás cuarenta kilómetros.
El primer recuerdo que conservo es el frente de la nueva casa. Antigua, de paredes blancas, muy pequeña y con un patio aún más pequeño que guardaba un lugar para las aves que habíamos traído con nosotros. Los muebles ya estaban dispuestos, a mí me pareció que estaban apilados, así que bajamos la carga de la camioneta y ya en el gallinero, abrimos las jaulas y los tachos para que sus habitantes volaran y se ubicaran a elección. Las gallinas de las jaulas salieron disparadas sacudiendo las alas pero las que venían en el habitáculo de material no asomaban sus cabezas y un sordo mutismo envolvió el ambiente. Entonces nos asomamos nosotros para ayudarlas a salir y ahí se comprobó la triste nueva: las tres batarazas y las tres Leghorn habían muerto por asfixia. Seguramente el traqueteo en la ruta poceada había cerrado las tapas y así encontraron su triste fin nuestras compañeras de mudanza.
En ese viaje todos habíamos perdido algo, mis padres –los escuché decir tiempo después–, cuarenta años de sus vidas; yo, mi infancia, y las gallinas, la vida.
Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 22/06/24
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