Negro, colarse al brindis es una cosa, pero a la cena de un quince… no sé. Confiá en mí, le dije, es importante lo que tengo que hacer, llegar para el brindis no me sirve, ya sería tarde. No sé, dijo Manzana. La tengo toda estudiada, vos seguime, poné cara de boludo que te cuesta poco. Entonces su trompada en mi hombro, su respuesta que corría como el dolor por el brazo, la confirmación de que ya estábamos juntos en esa. 

Nos vamos a sacar la corbata y la ponemos en el bolsillo, le dije en la vereda. ¿Por? Vos haceme caso, le dije. Mientras él saltaba el tapial pensé en Marcela, en cuál sería su reacción al verme en ese momento. 

Entramos por atrás, por las canchas de vóley. 

El humo de las brasas nos hizo picar los ojos. Pasamos por el costado de los parrilleros. Algunos cocineros ya estaban dando vuelta los pollos, los ponían del lado del cuero. El olor se hizo notar aún más. ¡Qué hambre!, dijo Manzana. Caminamos más lento. Llegamos a la zona de tablones donde se cortan los pollos. Otros asadores hacían la previa: salamines con pan casero, vino en damajuana y morcillas dulces frías. ¿El viejo Hormiga?, pregunté a uno del grupo. Por allá, en la cocina, dijo señalando con un pedazo de salame. Gracias, le dije. 

La cocina era larga, cuatro por ocho, mesadas de cemento alisado, piletas. Mientras miraba la gente trabajar, pensé si valía la pena. Conociendo a Marcela podía esperar cualquier cosa, pero tenía que intentarlo. Negro, Negro, no te tildes justo ahora, me dijo Manzana codeándome. 

Más cerca de las hornallas, ese aroma. No a tomate, tampoco a pimiento, zanahoria o albahaca, a salsa. 

No, las aceitunas no, las arvejas tampoco, gritó el Chulo. El famoso arroz con salsa del club Liceo, receta de familia grande, parentela de tres mil personas. 

El viejo Hormiga, acodado en una de las mesadas, charlaba con Hugo Lino. Un camionero grandote al que traían sólo para revolver el arroz, al final, cuando corre riesgo de apelmazarse y hay que echar músculo, revolver con un palo de dos metros en esa olla grande como un tonel. 

El Hormiga está de espaldas, pensé, zafamos. Hugo Lino apenas si nos miró. Fue suficiente como para que el Hormiga, siempre atento y vigilante, se diera vuelta. Se vino al humo, el viejo. Dos pibes entrando en su cocina, inaudito. ¿Qué hacen a acá?, dijo de lejos. Ni lo miré, seguí como buscando con la vista, tratando de encontrar al que no estaba: algún mozo conocido que estuviera en el baño, o en el patio fumando. ¿Margarito? ¿Qué querés con Margarito? Tengo un recado para él, de una tía recién llegada de la capital. El viejo me puso la mano en el pecho. No querrá que le cuente algo de familia, le dije, soy un mandadero, me voy y listo, se arregla con Margarito. 

Se espesa, se espesa, gritó alguien. Hugo Lino, venga a revolver, escuché. Ya casi está, dijo Doña Pupa. Agrégale caldo, dijo otro. Poco, poco caldo, dijo el Chulo. Llamen a los mozos, dijo alguien. Ahora sí, las aceitunas, las arvejas, gritó el Chulo. Hormiga, Hormiga, se escuchó, los mozos, los mozos. El viejo se dio vuelta, voy, voy, dijo. Margarito, dije. Debe estar por allá, buscalo, dijo señalando el salón. Hormiga se dio vuelta. Pendejos de mierda, dijo mientras caminaba hacia la olla. 

Entramos al recodo del salón. Saqué la cabeza para mirar. La gente ya estaba en las mesas. Ahora sí, le dije Manzana, ya somos invitados, nos ponemos la corbata. Caminamos por el costado del salón en dirección a los baños, al escenario también, mismo rumbo. Entramos al pasillo. Al fondo los baños, dos puertas, una mujer dibujada con palitos, un hombre en la otra, con tiza, medio borroneado, provisorio. Un poco antes, a la derecha, el escenario. Nos vamos a quedar atrás del cortinado del escenario. Cuando entren los mozos con las fuentes la gente aplaude, todos se distraen, y nosotros entramos al salón. 

¿Dónde nos vamos a sentar?, preguntó Manzana. En la última mesa faltan como cinco personas, es gente de afuera, si no llegaron a esta hora no van a llegar más. 

Se escuchaba el murmullo de la gente en el salón. Nos quedamos escondidos. Me sentí ridículo. Marcela no me había invitado ni al brindis. Tal vez no había nada de especial en esas miradas que cruzábamos en el patio de la escuela, pensé. 

Cuando sonaron los aplausos para los mozos salimos del escondite. Los mozos comenzaron a servir. Y otra vez ese aroma, más compacto esta vez, un sabor en la punta de la lengua, premonitorio. 

Nos sentamos. En nuestra mesa estaba una pareja de abuelos, dos chicos de nuestra edad, un matrimonio de unos treinta. Manzana me empezó a taladrar la oreja: Mi viejo está en la comisión, y si nos descubren, tanto lío por esa rubia engreída, me mira, ese tipo me mira. Cortala, dije en voz baja, comé pan hasta que venga el arroz. Manzana levantó los hombros, se metió un pedazo grande de miga en la boca. Después agarró el sifón para servirse soda. El sifón tenía mucha presión, la soda hizo tobogán en el vaso, un charco en el mantel. Mejor no mirarlo más, me dije. 

Entre la gente había pibes conocidos. El Valdi, Bocha, Frata. El Bocha en la mesa de allegados, recta la espalda, ancho, con aires de grandeza por ser de la familia. 

Viene el mozo, viene el mozo para acá, boludo, me dijo casi fuerte. El hombre de la pareja lo miró raro, se dio cuenta de que algo no estaba bien. Es su primer cumpleaños de quince, le dije, es del campo, no está acostumbrado a tanta gente. El abuelo lo miró conteniendo la sonrisa, como para no ofender. El mozo empezó a servir por la pareja de abuelos. Se fue haciendo silencio. Ya se podía oír claro el piano de fondo, Richard Clayderman, Balada para Adelina, la conocía, mi viejo la escuchaba. Pero ese silencio no era en honor al pianista, era un clásico después de que se servía el arroz en el club. Riquísimo, dijo Manzana. Sí, exquisito, dijo el abuelo que, de a ratos, lo miraba tragar a Manzana. 

Cuando Marcela entró en el salón se me congeló el cuerpo. Estaba tan, tan hermosa. Era una novia, sí, una novia, de blanco, hasta el suelo el vestido de quince, más alta, zapatos de taco aguja, supuse. Estaba más linda que aquella vez que actuó de dama antigua. Esta vez no tenía el pelo recogido, tenía el pelo suelto, sujeto en un costado por una hebilla de brillantes. Pero aun así, a pesar de que todo era perfecto, ella, su vestido, la decoración del salón, la torta de tres pisos, todo lo que la rodeaba, no podía ocultar ese halo de insatisfacción tan suyo. Tan linda, pero siempre con esa cara de culo, solía decir Manzana. Mientras todos aplaudían, y los más cercanos se levantaban a saludarla, deslumbrado por los primeros flash, la imaginé vistiendo ese mismo vestido, cruzando el portal de la iglesia del brazo de su padre, los dos avanzando por la alfombra roja, y ella más cerca, más verdes los ojos, más cristalinos por la emoción, y mi cara reflejada en esos ojos, y mi mano en su mano, plena la alegría en su sonrisa, sin esa insatisfacción. Negro, Negro, Boludo, se te va a enfriar el arroz, dijo Manzana.

Después del postre, el locutor invitó a Marcela y a su padre a la pista. Se pusieron de pie. Él la agarró de la mano y caminaron juntos al centro del salón. 

La música que amenizaba se detuvo. La púa saltó un par de veces rayando las primeras notas del vals. El padre puso una mano en la cintura, la otra enlazó la palma de Marcela.

Empezaron a bailar. 

Era mucha la parentela, tanta que la púa rayó otra vez el primer acorde. No podía agarrar coraje. Mil veces había soñado con bailar el vals con ella, ese era el momento, la única oportunidad, y no podía, me había quedado duro. 

Una piña me acomodó el hombro, me hizo volver. Tomá, me robé este saco, ponételo y andá, me dijo Manzana. 

Me paré. Me puse el saco. Me acerque a la ronda. 

Ella bailaba con un pibe de ciudad Garay, el hijo de un amigo del padre, estanciero. Para darme coraje pensé que, la próxima vez que bailara un vals con ella, iba a ser en nuestro casamiento. Ahora o nunca, me dije. Salí de la ronda y toqué fuerte el hombro del pibe pidiendo pieza. El pibe, por la forma de tocarlo, pensó que era un grande. Me dio pieza rápido. Tomé la mano de Marcela, su cintura. Imité a los otros bailarines. Entre tanto compañero de baile tardó en caer quien era su nueva pareja. Me miró sorprendida. ¿Qué hacés vos acá?, me dijo. No podía dejar de bailar este vals con vos, le dije. Sonrió distinto, con menos insatisfacción, algo así como la que imaginé en el casamiento. ¿Sabés que sos un caradura? ¿Y si te hago echar? No supe si estaba enojada o no, no tenía tiempo, tampoco opciones, era a todo o nada. La miré a los ojos. ¿Vos y yo?, me dijo. Sí, dije, puedo darte algo que a vos te falta. Dudó. Después dijo: yo tengo todo, nene.

Entonces pensé en todas las cosas que había hecho para estar con ella. Sonreí. Me separé un poco. La tomé de las manos. Mirándola, sin dejar de sonreír, fui alejándome de a poco, liberando sus dedos. La solté. Le di la espalda. La dejé sola en la pista.

Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 06/07/24

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