Al Toba Gamboa y la Vivi Nardoni

El finado Pelagatti no podía con su genio de solucionador general.

Decirle a un potencial cliente que no podía o no sabía lo dejaba desguarnecido ante su propio orgullo. Y aquella vez necesitaba, además, lo que venga en plata o especies.

De profesión metalúrgico, había arreglado techumbres sibilantes en medio de tormentas, tractores atascados en barros épicos, portones de iglesias, orugas de tanques de guerra y hasta cierres averiados por roces indiscretos en vestidos de satén de damas en baile.

Planteado el problema, el hombre miraba en pesado silencio el desperfecto de cuerpo presente que le arrimaban, o, con el mismo talante, se trasladaba con su pequeño equipo de estudio y trabajo hasta el sitio donde lo esperaba aquello que, de arranque, venía acompañado de palabras, gestos de inquietud y premura por parte del cliente.

Invariablemente, por pequeño que fuera el objeto portador de malestares mecánicos, el Pela se alejaba unos pasos hacia atrás como para patear un tiro libre buscando un punto de observación clarificador. Se tomaba la pera y bichando de reojo al interesado comenzaba, por fin, a hablar. 

Su voz aguda y amplificada por la soberbia profesional normalmente sobresaltaba al interlocutor ya acostumbrado al silencio prolongado y enigmático. Unas pocas frases con términos poco reconocibles para el poseedor del problema constituían diagnóstico de certeza y dictamen inapelable. No conocía la derrota y podía dejar para lo último hablar del precio del trabajo.

Un invierno del ‘83 se presentaron en su casa un flaco canoso y muy alto con ropas deportivas y un enano con gorrita.

Como en una escena guionada, el Pela miró hacia arriba y hacia abajo tratando de componer el cuadro dislocado, que a primera vista, no encajaba en la noción de realidad con la que encaraba sus días.

Sin saludar movió la cabeza interrogando. Ambos visitantes le dijeron: 

—Buenos días.

—Buenos días –contestó haciendo una mueca de confusión con los labios.

—Nos dijeron que acá…

—Les dijeron bien.

—Pasa que…

—¿Cuál es el problema?

—…

—¿Dónde es?

—Mire, si nos deja pasar…es un poco largo de contar.

—Pasen por acá al costadito, al taller. Tengo mates y bizcochos.

El Pela no se permitía sorprender por la rareza o la envergadura de los problemas que le traían. 

El flaco envió una mirada indicativa hacia la radio que colgaba junto a la jaula del loro en señal de que el volumen tan alto le iba a impedir hablar. El local consintió a los visitantes y apagó los acordes de D’Arienzo mientras el loro salmodiaba. Alcanzó unos banquitos, ensilló el mate y alzando la mano ritualmente inauguró la inesperada tertulia.

—Vea señor…

—Juan Carlos, Pela, Chito, Juan está bien.

—Vea Juan. Acá con el colega –el flaco señaló hacia abajo y el enano miró a su compañero rascándose la cabeza– estamos comisionados por el señor Quinto De Souza, dueño del Gran Circo “California”, que como usted sabe está instalado en la Sociedad Rural.

—Ah, sí.

—Bueno, yo soy Walter, “El hombre Bala”, y como le decía, el señor de Souza nos ha enviado aquí por recomendación de alguien para ver si usted puede arreglar el cañón. 

—O sea… –dijo el flaco señalándose con ambas manos como dando a entender sin necesidad que se trataba de artillería de ficción.

—No me diga –dijo el Pela estudiando pormenorizadamente al proyectil que le hablaba–. Y el quía ¿qué calibre es? –dijo despachando una carcajada y señalando con el dedo mayor al enano–. Disculpe, una chanza. Delo por hecho.

El flaco se recompuso de la súbita falta de respeto perorando acerca del complejo mecanismo de resorte que impulsaba su escueta humanidad por el aire mientras sonaba con medida simultaneidad un truco de pirotecnia que completaba el dramático momento. Durante unos pocos pero tensos segundos su cuerpo envuelto en falso humo, papelitos metálicos y gritos de asombro describía una parábola hasta dar en una pequeña red de la que salía entre aplausos.

—Imagínese, junto con los trapecistas soy la mayor atracción. El circo se desmerece…

—No hablemos más –dijo el decidido metalúrgico. Cebó una rápida vuelta de mate, preparó una caja de madera con herramientas, acompañó hasta la calle al curioso dúo de artistas y los invitó a subir a su furgoncito.

—¿Se lastimó alguna vez en este laburo? –quiso saber el Pela.

—Una sola vez –habló por primera vez el enano–, y no fue con el cañón. El tragafuegos le quemó la espalda. Estaba de asistente. Hay que hacer de todo. A mí el que lanza cuchillos…

—Vamos a lo nuestro –interrumpió molesto Walter.

—En cuantito lleguemos –dijo manejando torpemente el desvencijado furgón en cuyo único asiento se amontonaban los tres. Pero hace tanto que no voy al circo. Vi a los rusos, esos son fantásticos… ¡los trapecistas! ¿Los trapecistas de ustedes tienen red?

—Claro, por supuesto –intervino el enano.

—Eso es como chupar una teta con corpiño, disculpe que le diga.

Después de esa sentencia carraspearon de a ratos los tres hasta llegar a la esquina donde se levantaba, o mejor, asomaba la carpa de una sola pista del “Gran Circo California”.

Enseguida se apearon y trotando entraron al predio mientras De Souza salía a recibirlos con una bata plateada y una redecilla en la cabeza. El sujeto lucía unos bigotitos de alcahuete y fumaba con boquilla. Detrás suyo una dama cuyo rostro no había podido resarcirse de los golpes que la vida le había propinado, sacaba a pasear una silueta de pantera de paño lenci.

Todo el personal estaba a medio vestir, a medio maquillar, a medio despertar, a medio esfumarse, traficando entre vagones descoloridos, jaulas de leones desdentados y monos canallescos. 

Nuestro hombre pisó con descuido las virutas esparcidas y sólo con gestos le hizo saber al patrón que quería meter manos en el asunto. El cañón tenía un digno parecido con los verdaderos. Su parte trasera mostraba las roturas padecidas tras algunos lustros de disparos de cotillón. El especialista se ubicó en su tradicional posición de observador y en menos que lo que un gallo canta anotó en una libreta una lista de repuestos y accesorios. 

Mientras curioseaba el patio trasero de la vida circense acompañado por De Souza, la dama en lucha con el tiempo y una pequeña tropa de fenómenos que lo observaban como el extraño que en definitiva era, en una carreta de mano le alcanzaron lo pedido.

—¿Todo eso? –se asombró el reaparecido Walter, ya sin el enano.

Siendo el principal protagonista de lo que venga, quería asegurarse una eficaz reparación.

El Pela entró en estado de meditación profunda, luego elongó músculos y finalmente se hundió en un frenesí de rápidos y calculados movimientos. Envuelto en chispas y golpes, arrancó, atornilló, soldó, pulió y finalmente, después de un resuello, mostró a la admirada tropilla de rarezas un robusto mecanismo de elásticos de camión, resortes de ascensor, cremallera y manija. 

El último paso consistió en explicar a los encargados del disparo la forma de operar el dispositivo de gran técnica que estaba presentándoles.

—Una vez introducida la bala, si me permite –comenzó diciendo el hombre a los artilleros– accionan la manija en este sentido, RACA-TACA-TACA –imitando el sonido de la uña de fijación contra el engranaje– y otra vuelta, RACA-TACA-TACA, y otra más, ¿se entiende?

Con las manos en la cintura, dudas y respeto, todos asintieron.

—¡Vamos a probar! –dijo el manido dueño del circo con un payaso a cada lado– pero con todo, que vengan los músicos. Hay que sincronizar desde la presentación.

Walter, decidido y ansioso, daba saltitos preparatorios. El enano trepado a una escalera de palitos ponía papelitos metalizados por la boca del cañón ya en ángulo de disparo. Un payaso atendía el petardo y un trompetista soplaba graznidos que prometían acción. Tres tambores machacaban marciales redobles de suspenso. El mismísimo De Souza, quitada la bata, haciendo bocina con una mano anunciaba: 

—¡Respetable público! Van a presenciar ustedes al intrépido Walter… –una andanada de elogios a grito pelado atrajo a todo el personal artístico devenido ahora en respetable público.

El Pela, mediante señas ampulosas, indicaba a los operadores del arma los movimientos de manija. Walter se calzó un casquito ridículo y se introdujo previo saludo por la boca del cañón. 

El metalúrgico, ebrio de omnipotencia y sediento de gloria, se alejó algunos pasos para contemplar mejor su obra. Oyó el RACA-TACA-TACA una, dos, tres veces. Se alejó un poco más y entonces en fracciones de segundo su cráneo computó distancias, trazó trayectorias, calculó pesos, fuerzas y tensiones. Sintió que las leyes de la física lo mandaban en cana. Newton en persona pareció sacudirlo por los hombros. 

Ahogado su grito por el petardo, su brazo extendido, su cuerpo lanzado no pudieron decir a tiempo 

—¡No saqués la chaveta!

Bombardas, cañones, obuses, morteros oxidados en antiguos campos de batalla. Artilleros napoleónicos, bombarderos corsarios se unieron en un lamento colegiado. El noble y baqueteado Walter. El caballero balístico, carne de cañón, surcó propiamente como una bala los escasos veinte metros de pista más gradas. Con los brazos pegados al cuerpo se llevó consigo un cuarto de carpa remendada, postes, faroles, sogas, redes y accesorios, orgullos, prestigios y glorias.

—En esto de los fierros todo tiene arreglo –dice el Pela manipulando unas piezas metálicas. 

—Sí, voy aprendiendo –dice Walter–. Ya soy metalúrgico.

—Vamos que ya empieza la reunión de la agrupación.

Publicado en el semanario El Eslabón del 20/07/24

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