En tiempos en que los represores caminaban libremente por las calles, una víctima de la dictadura se cruzó a Alfredo Astiz en Bariloche, lo confrontó y lo trompeó. Ante las visitas a represores condenados, y el avance del negacionismo, se reaviva aquella historia.
En junio de 1977, un joven que aseguraba llamarse Gustavo Niño y tener un hermano desaparecido, se acercó a un grupo de Madres y familiares que se reunían en la iglesia de Santa Cruz del porteño barrio de San Cristóbal. Su fisonomía, su porte atlético, su cabello rubio y su capacidad para despertar confianza y empatía le permitieron ingresar a las reuniones de quienes reclamaban la aparición con vida de sus seres queridos y pasó a ser uno más, apodado cariñosamente como el rubito. A varios de esos encuentros, incluso, llegó acompañado de una joven a quien presentó como su hermana pero que en realidad, según se pudo comprobar años después, era una militante secuestrada a la que obligaban a acompañarlo para hacer más creíble su interpretación. Gracias a esa infiltración, el terrorismo de Estado secuestró a las tres fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, Azucena Villaflor de Vicenti, Esther Ballestrino de Careaga, María Ponce de Bianco, a las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, y a Ángela Auad, Remo Berardo, Horacio Elbert, José Julio Fondevilla, Eduardo Gabriel Horane, Raquel Bulit y Patricia Oviedo. Los doce fueron llevaron a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y, tras ser torturados salvajemente, fueron arrojados con vida al mar. Por esos crímenes, por el secuestro de la adolescente sueco-argentina Dagmar Hagelin, cuyos restos nunca aparecieron, por los innumerables delitos de lesa humanidad cometidos en la ESMA, por donde pasaron más de 5 mil personas, de las que sólo sobrevivieron alrededor de 100, por su segunda infiltración, esta vez con el pasaporte falso a nombre de Alberto Escudero con el que viajó a Francia para neutralizar la campaña de visibilización y denuncias que realizaban los colectivos de exiliados en el marco del Mundial de 1978, Astiz, el Ángel Rubio, Gustavo Niño, Alberto Escudero, el rubito, que nunca se arrepintió de los crímenes cometidos, fue condenado en dos oportunidades a cadena perpetua. Con este personaje siniestro, que representa como pocos lo perverso del plan perpetrado por la dictadura cívico militar eclesiástica, se cruzó una tarde de 1995 Alfredo Chaves.
Rock y fútbol
“Milito desde temprana edad en el colegio secundario, en una escuela muy politizada, el Carlos Pellegrini de Buenos Aires”, dice desde el sur de la patria Alfredo Chaves, y contextualiza: “Volvíamos de la dictadura de Lanusse cuando yo empecé la secundaria así que esos años fueron muy álgidos, fundamos el Centro de Estudiantes del colegio, fui delegado de mi división los cuatro años que pasé por ahí y milité en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES). En 1976, entrando a quinto año, vino el golpe de Estado y me tuve que ir porque estábamos todos en las listas negras. Ya desde el año 75 veníamos muy perseguidos con el gobierno de Isabel Perón y toda la patota de la triple A, ahí comenzaron mis ligues con la militancia”. Al ser consultado sobre las inquietudes que lo llevaron a sentir la necesidad de militar y transformar la vida de los más necesitados, Alfredo aclara que “su familia no era particularmente muy politizada” y que incluso “yo fui el que empecé a interesarlos en la política a todos los demás con el transcurso de los años”. Tras remarcar que en su escuela “había mucho mucho agite, mucha cuestión cultural, artística” y que “eso es lo que me fue llevando por esos rumbos”, destaca que lo que más lo interpelaba era
“la poca tolerancia a las injusticias, las inequidades, la pobreza, los niños con carencias fundamentales en sus crianzas, los trabajadores explotados que vivían trabajando de sol a sol para ganar unos magros pesos para llevar a su familia hacía un buen destino. Eso siempre me movilizó mucho, me sensibilizó mucho, me llevó por distintos caminos de la militancia que tuvo varias etapas, fundamentalmente con la dictadura, porque conocíamos los riesgos que estábamos tomando. Tuve que hacer el servicio militar aún militando políticamente en el año 77, y cuando me dieron de baja me fueron a buscar a la casa de mis viejos”. Al joven Chaves, por aquel entonces lo apasionaban, además de la militancia, la música –“el rock nacional”– y el fútbol –“soy muy fana de River”–.
“Desde los 70 hasta la dictadura había mucha movida cultural, mucha movida artística, el surgimiento de todas las bandas de rock nacional y todo el rock europeo: Led Zeppelin, Pink Floyd, Deep Purple”, enumera Alfredo, y saca una anécdota de la galera: “El otro día pasaron el Adios Sui Generis por la tele y me acordé que yo no pude ir porque teníamos actividades de la militancia. Estábamos con tres compañeros, nos paró la policía en Retiro y, claro, nosotros teníamos un montón de obleas y carteles que pegábamos a la pasada, pinceles, pintura, mucha tarea propagandística. Justo nos para la policía y nos pregunta de dónde veníamos, y antes de que pudiéramos abrir la boca, el cana dice «ya sé, del recital de Sui Generis en el Luna Park», y esa fue una de esas cosas que nos hizo safar en ese momento porque si nos revisaban estábamos llenos de material incriminatorio”.
30 mil piñas
“Por este barrio camina un genocida, por este barrio camina un represor, está en los kioscos y en la carnicería y aunque no se los diga es un torturador”, se gritaba fuerte en los escraches, las acciones con las que los organismos de derechos humanos habían encontrado la manera de hacer algo de justicia en tiempos en los que llevar a los genocidas a juicio parecía una utopía. Se averiguaba el domicilio de los responsables de los peores crímenes de la historia de la humanidad y hacia allá se iba a pegar afiches con sus rostros y sus direcciones para que las y los vecinos supieran que ese viejito con el que se cruzaban en el almacén había secuestrado, asesinado, violado y robado bebés. Fue por esos años que Chaves vio una cara conocida en la Bariloche que lo había adoptado y sintió un impulso que surgía desde las entrañas propias y de otras 30 mil. “Lo que había era una indignación muy grande, una cosa que no se podía tolerar, como un clavo en el zapato con el que no se puede andar ni llevar una vida social después de ver a un criminal caminando junto a la gente común. Tuve esa oportunidad, le llamaría yo, de cruzarlo y poder cagarlo bien a trompadas”, dice hoy, a casi 30 años de aquella tarde, y sigue: “Sentí una necesidad que no pasa por hacer justicia, jamás podría pensar que eso fue un acto de justicia, fue tan sólo una magra compensación de lo que sufrieron nuestros compañeros que hoy no los tenemos entre nosotros en manos de estas bestias. Imaginé que el chabón se subía a un colectivo para ir hasta el cerro Catedral al lado de una jubilada, que tranquilamente podía ser la madre de un compañero desaparecido que tenía que soportar que el asesino, el secuestrador de su hijo estaba sentado al lado suyo como cualquier persona, con los mismos derechos. Lo pensé durante varios minutos en los que el tipo no se movía del lugar, después me enteré que esperaba una combi porque estaba parando en un hotel que estaba enfrente, en la costanera de Bariloche, y se ve que demoraron en ir a buscarlo. Pasé con mi camioneta, di la vuelta preguntándome si era o no era, porque ya se venía hablando de que él estaba, que lo habían visto en el cerro, y me pregunté a mí mismo: ¿y si es, qué hago?”. Alfredo hace una pausa y confiesa que no fue la primera vez que le vio la cara al horror. “Una vez me lo crucé a Videla en el año 81, acá en Bariloche, y tuve ese arranque de ir a pegarle una trompada y salir corriendo porque sino no contaba el cuento”, rememora, y agrega: “Inclusive le había dicho a dos de mis hijas que me preguntaban qué haría si me cruzaba a uno de los que me había torturado. La cosa es que después de verlo a Astiz dejé mi camioneta en marcha, porque no arrancaba bien y pensaba que por ahí tenía que salir disparado, y le pregunté si era él, porque no lo conocía personalmente, y me dijo que sí y me preguntó vos quién sos. Ahí le rajé una puteada y le pegué una trompada en la cara, después quiso sobreponerse, me le fui encima, le entré a dar trompadas y patadas hasta que nos separaron, estuvimos un buen rato forcejeando en la ruta con una caravana de autos mirando la pelea”. Al ser consultado si alguna vez sintió alguna contradicción por el hecho de que las Madres y las Abuelas insistieron y marcaron el camino de que nunca había que perseguir la venganza sino la justicia, Alfredo se pone serio y remarca: “Primero aclarar que los militares utilizaron las herramientas del Estado para poder ejercer esa persecución y terror en todas las calles del país, con los mecanismos brindados por el Estado para secuestrar gente, torturar y robar bebés, y que cuando se pudo llevar adelante los juicios contra los responsables de esos crímenes se hizo todo en el marco de la ley, cosa que ellos nunca hicieron con nuestros compañeros. Las Madres me acuerdo que en ese momento siempre hablaban de la «cachetada a Astiz», como que le di un sopapo de indignación, y la verdad es que lo cagué bien a trompadas, le dejé la cara arruinada, le di con todo lo que tenía pero de frente, uno contra uno y a mano limpia. Para mí era como una reivindicación, era todo un hecho, era realmente todo lo que yo podía hacer contra los aberrantes crímenes que habían cometido, yo llevaba en mis manos la fuerza de los treinta mil compañeros y compañeras”.
Bien al sur
Después de su cautiverio, que se extendió a lo largo de 1978, Alfredo decidió emigrar a Bariloche. “Viví la vuelta de la democracia con las particularidades de un pueblo bastante colonizado en muchas cuestiones, bastante discriminador. Si bien con el paso de los años van cambiando muchas cosas, hay cuestiones sociales muy marcadas hasta geográficamente, la gente que vive cerca del lago es la Bariloche blanca y el resto es la Bariloche nativa, con la discriminación que conlleva eso”, detalla, y argumenta: “En aquel tiempo todavía había bastante apoyo a los militares, la época de la supuesta recuperación de las Malvinas, todos esos coletazos seguían pegando. En lo particular tuve que esconder mi historia, nadie sabía lo que me había pasado y lo que viví en los 70, ni mi militancia, ni haber estado preso, en cautiverio. Con el tiempo empecé a declarar en los juicios, estuve en la causa del (centro clandestino) Vesubio, declaré en el Juicio a las Juntas, fui uno de los testigos del fiscal (Julio César) Strassera y hasta el día de hoy todavía estoy declarando en distintas causas que se van abriendo. Organicé varías agrupaciones de derechos humanos, articulando y con mucha convivencia con agrupaciones ambientalistas y de pueblos originarios de acá de la zona”.
Antes de despedirse, Chaves analiza el contexto actual, la visita de legisladores y legisladoras nacionales a genocidas condenados, entre ellos el mismísimo Astiz, y los discursos reivindicadores del terrorismo de Estado: “Lo preocupante es la repercusión que puede tener todo eso y cómo cala esto en la gente, todos estos jóvenes que lo apoyan al demente de Milei. Es un peligro que tengan un argumento más para dar rienda suelta a su locura, que se sientan avalados a hacer cualquier cosa sobre cualquier compañero y militante, de feminismo, de derechos humanos, del ambientalismo o lo que sea. La preocupación es eso más que nada, porque de los diputados no espero nada. El tema es que no se naturalice la cuestión de que es normal que suceda, el tema de la eliminación del otro, del que piensa distinto, por medio de la violencia. Hay que pelearla con uñas y dientes para que no sucedan estas cosas, para que se castiguen, se penalicen. Después todo parece una fantasía, porque vos sabés perfectamente que estás yendo a visitar a un tipo que tiró compañeros vivos desde un avión y que los torturaban hasta la muerte, esas cosas ya están probadas y no se pueden negar”.
Publicado en el semanario El Eslabón del 10/08/24
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