El objeto flota desde hace rato en el mismo lugar. Sigue el movimiento del agua. Se balancea. Está unido al fondo por una especie de línea en cuyo extremo una especie de cuña oxidada, parecida a la pata de un ave, se hunde en la arena como una garra. Voy hasta la superficie para verlo. Le doy vueltas. Lo topeteo para considerar su estructura y su movimiento que no se asemejan en nada, a nada por mí conocido. Porque su estructura es dura y sus movimientos responden a los del río, salvo cuando de a ratos se hamaca como si algo o alguien lo ocupara.

Está en un lugar traicionero porque en ese tramo, donde los sauces la tocan, el agua está llena de remansos que se enroscan hasta lo más hondo a los que solamente nosotros podemos atravesar.

Para un costado y para el otro, el objeto vuelve a hamacarse. Y yo vuelvo a acercarme para mirarlo y rodearlo.

Algo se desprende por uno de sus lados y cae a plomo. Algo a lo que no puedo dejar de acercarme. Ni bien lo tengo a tiro, me lanzo. Y en cuanto lo muerdo, siento un agujazo que me enfurece. 

Nado a toda velocidad. Agito el agua, la corto con casi la mitad del lomo afuera. Salto y me impulso, doblándome en el aire como un arco de metal. Me sacudo desde la cabeza hasta la cola. Casi vuelo para volver a zambullirme. Me hundo hasta lo más profundo para, otra vez, volver a hundirme todavía un poco más, y otro poco y otro poco. Tiro y más me lastimo. Cabeceo para desprenderme con toda la fuerza de la que soy capaz, pero estoy enganchado de la boca a un pedazo de metal y a una fuerza que me arrastran para la superficie.

Mis ojos, que están acostumbrados a ver el sol con el agua de la correntada ondeándole el dorado a los rayos, ahora se queman. Estoy nadando en el aire, en un tablón grasiento donde se me secan las escamas. 

Un hombre se acerca. Emocionado como si adentro del pecho le nadara un cardumen de mojarras. Haciendo equilibrio, se tambalea de un lado al otro. Me examina desde la cabeza hasta la cola sin que el gesto de alegría lo abandone. La sonrisa se le dobla de costado, y el sol, que le contiene la cara desde atrás, amarrillea en un redondel de fuego. Sonríe. Asiente con la cabeza. Levanta los brazos, los ojos. Los baja. Se frota una mano con la otra. 

Suelta un grito que es tragado por una bandada de siriríes. Cuidadoso, enrolla algo con sus dedos. Se lo lleva a la boca, lo enciende y, por la nariz, suspira una nube. Tose al aire mientras va a los pasos cortos y sin manos, porque las tiene ocupadas en agarrarse para no caerse.

Me observa, maravillado.

Abro y cierro la boca en un reflejo que no puedo frenar. Muerdo aire y gancho. Uno me asfixia. El otro me lacera. Huelo al río y lo siento ahí, pero no puedo volver. 

Estamos en un hueco lleno de objetos. 

A veces, en el fondo del río aparecen cosas raras y de colores, como estas, que me llaman la atención. El hombre las pisa y se tropieza una y otra vez. 

Ya casi sin fuerza, ensayo los movimientos que me deslizan cuando nado. 

Él se acerca con una vara en la mano y la coloca en toda la extensión de mi cuerpo. “¡Ciento veintisiete centímetros!”, grita. Y, en un envión de entusiasmo, me agarra de la cola. Quedo con la cabeza colgando. Estira el brazo, nos apunta con una luz que se dispara y me deja ciego por un instante. Vuelve a ponerme arriba del tablón para observarme. Y, esta vez, pareciera que de los ojos, le sale un río en plena crecida con peces nadando entre camalotes. 

“Es hora de volver al agua”, dice, y me levanta. Rozo las astillas de la madera y siento cómo, del cuero, se me desprenden las escamas, que quedan dorando el suelo y crujen debajo de uno de sus pies que, de pronto, tropieza con las tantas cosas que inundan el piso. Nos tambaleamos, y perdemos por completo el equilibrio.

Cae el hombre, al lado mío. Abre y cierra las piernas y los brazos en un solo sacudón. 

Me mira, desesperado. 

Los ojos como dos lunas, abiertos, entre las burbujas y la marejada. 

Sigue cayendo.

Es, ahora, el río entero lo que le entra por la boca. 

Yo lo acompaño en el recorrido. Entro. Salgo. Giro para ver ese revoltijo de manos y de pies que parece no terminar.

Ya en el fondo, el cuerpo del hombre es movido, manso, por las ondas.

Publicado en el semanario El Eslabón del 17/08/24

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