La mejor ropa para salir eligió la mamá de Carla esa siesta de un viernes de junio. Es que era el cumpleaños de Sandra, y si bien era una de sus amigas de al lado, ante todo, era una fiesta.
Salió de su casa con la pollera escocesa cruzada y tomada por un alfiler de gancho grande, con el pullover rojo que hacía juego, el gabán azul, los mocasines color suela, con las medias can-can azules, el pelo brilloso y peinado hacia un costado y un poco de colonia Nantes detrás de las orejas. Todo eso la hacía sentir una nena de figurín aunque no lo fuera.
Tocó el timbre del tapial. Le abrieron. Al entrar vio que todo estaba hermoso, preparado al detalle, a la vez que sobrio. Las tazas celestes seguían apenas cuarteadas y el chocolate con maicena del año anterior dejó un rastro marrón que ponía en discusión su calidad, pero eran traídas de Italia, incuestionables los esperaban sobre el mantel bordado. Los alfajores de maicena y las vainillas estaban repartidos para que todos las alcanzaran. El aroma a chocolatada espesa marcaba un itinerario hasta la cocina y no se necesitaba de un olfatómetro para seguirla. Esa promesa a los niños los ponía contentos aunque un poco ansiosos.
Por entonces los regalos de cumpleaños se destacaban y aunque la madre de Carla entendía que perfumes y jabones no podían faltar a una cumpleañera, para ese, el de los 10, Hansel y Gretel en una edición cuidada llegó a las manos de Sandra que, al abrirlo y hojearlo, se iluminó de curiosidad. Las ilustraciones eran estupendas. Sandra quedó fascinada. Le costó soltarlo y al hacerlo lo apoyó contra la pared como si se tratara de un trofeo al que no era fácil llegar porque antes estaban los otros regalos y en el podio sólo ese.
No eran muchos los invitados, sólo los de siempre. Sus otras dos hermanas Verónica e Irene, sus tres primos varones y Beatricita, una niña que sólo iba a ese barrio los fines de semana y que era muy blanca, rubiona y tímida. Parecía de mentira. Una muñeca, pero por lo blanda, rara. Es que pese a como se veía, estaba viva. Prueba de ello era que, de un instante a otro, lograba ponerse colorada ante cualquier interlocutor o pregunta y parecía que se prendía como un velador rojo.
Los varones, los primos de las nenas de al lado, eran muy graciosos y ganadores en todos los juegos. Costaba que se les siguiera el tranco. Eran los dueños del “ladrón y poli”, de “las carreras con obstáculos”, de la “popa agachadita”. Es que a las nenas no se les tenía que ver la bombacha, ese límite iba en su contra y si bien no eran cuidadas y jugaban fuerte, en esas condiciones, estar vestidas de cumple, no se animaban a mucho. De cotidiano trepaban árboles e incluso los pinos que tienen tan ásperos sus troncos. Carla llegaba hasta donde comenzaban a balancearse, en cambio Irene, la hermana menor de Sandra, era más valiente lo que la hacía llegar un poco más alto, lo suficiente para ganarle a Carla. Cuando llovía saltaban charcos grandes a lo largo, otros los saltaban con las bicis, sobre todo les gustaba saltar así las zanjas. También juntaban “bibilinas” (así llamaban a la pinocha) y con ellas trenzaban efímeras hebillas o cinturones para las muñecas. Con las hojas de los eucaliptus de la casa de Carla hacían desodorante de baño, brebaje que implicaba hervirlas, tirarles un chorro de procenex y luego los vendían a los vecinos en las botellas de kétchup vacías que dejaba afuera la mamá de Carla. Pero igual Gustavo, Beto y Tito, en los cumples, ganaban a lo que fuera.
La mamá de Sandra era una mujer emocional. Le costaba ser buena. Se le notaba mucho cuando algo de un dique se dibujaba en su cara fiel a la Italia del norte. Sus ojos claros se inundaban pero nada caía, es que su estricto control de nivel imposibilitaba el avance de lágrimas por esa afanada exactitud. Ese dique vivía en ella y aunque todo parecía admirable, un marido trabajador y apuesto; una casa que pensaron e hicieron juntos en un barrio que marcaba la diferencia; una F100 para trabajar; un Torino para pasear; una ama de casa de libro de cuentos que siempre le cosió a las hijas; unas hijas que estuvieron abanderadas o en algún cuadro de honor con sus delantales con tablas de un blanco soleado que se destacaban como ella… nada se salía por fuera del dique.
Después del juego en el jardín llegó la hora de la merienda con la torta y cumpleañera. Antes hubo un riguroso lavado de manos y en segundos esa mesa se vio asaltada de gulas que, con poca prudencia, cuidaban de no quemar. Nadie habló durante la nutritiva escena, la disfrutaron.
Ya retirados cada uno se iba acercando a los diferentes lugares de charla o travesura. Afuera ya no iban, estaba anocheciendo. Carla se acercó a la tía Gloria, en realidad tía de sus amigas y madre de los tres varones. Ella era muy dulce enseguida charlaron de la escuela y de la ropa que Carla llevaba puesta. De pronto la charla se vio interrumpida porque desde el gran ventanal que daba a la calle se lo vio al padre de Carla salir solo y muy elegante en el auto de su familia. La tía Gloria perturbada la miró y le dijo -¡Sale tu papá! ¿Y tu mamá? ¿Y ustedes?- Cuando Carla iba a contestar se adelantó la mamá de Sandra quien aclaró con regusto en su versión de hormigón -Sale solo, como todos los viernes a la noche.-
Imposible no advertir en el rostro de la tía Gloria la mirada desorientada por la bronca de ver a Carla golpeada dos veces e imposible no recordar el gesto de amorosidad cuando le tomó las manos intentando componerle el calor.
Publicado en el semanario El Eslabón del 24/08/24
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