1

Antes de aplastar la colilla contra el cenicero, prende otro cigarrillo. Al encendedor se le está por agotar la bencina, y no es noche para andar sin fuego. Le juega al 11 rojo, lento, débil, de pronto oscurecido. Lo hace, sin embargo, con una convicción que el resto de los jugadores envidia. Lo hace recordando a su hijo menor, que nació en noviembre y que la primera vez que fueron a Misiones, a visitar a un estanciero amigo, don Eladio, se fascinó tanto con el color rojizo de la tierra que, en vez de montar a caballo como el resto de los gurises, se la pasó revolcándose y después de unas horas apareció en el umbral de la casa con la ropa manchada, el pelo revuelto y duro, dos mocos transparentes, largos y finitos, colgando de la nariz. 

—Tu madre te va a matar –le dijo, en un tono monocorde y seco–. Andá a lavarte al tanque australiano. Y dejame hacer mis negocios en paz. 

Fueron, aquella vez, los dos solos. Un viajecito de padre e hijo, mano a mano, le había dicho a su mujer para terminar de convencerla. Ella descreía del motivo: pasar más tiempo a solas con el chico. Sabía que el estanciero de Misiones, don Eladio, de pelo largo y gris, que solía usar pantalón blanco y sombrero de ala ancha, viudo tres veces, no era hombre de confianza. Pero ella confiaba en el suyo, más todavía si salía con uno de sus hijos, y terminó por decirle que sí, que vayan nomás, masticando la bronca. Efectivamente, aquel viaje a Misiones no era, en realidad, un paseo. Tampoco un asunto de negocios, aunque se pusieran en disputa los bienes: la plata y la tierra. Había ido para jugar, y si había llevado al hijo menor sólo era porque necesitaba cambiar la suerte. Apenas vio al chico en la puerta, solo, sucio y enmarañado, el pecho se le llenó de rabia y maldijo el día en que se le ocurrió llevarlo consigo. Era la única manera, se consoló un momento después, mientras recibía la montañita de fichas de un compinche de don Eladio. Cuando llegó, acompañado de su hijo, y jugó las primeras rondas, el resto de los hombres lo había tomado por alguien medido y sobrio. Al final de la jornada, se llevó las 157 hectáreas de siembra y ganado de don Eladio. También el adjetivo que de ahí en más lo calificaría en los bares, cuando se hablara de él. Vicioso. 

2

Se trata de la primera y última vez que el chico hace un viaje con su padre. Flota haciendo la planchita en el tanque australiano, observa las hojas caer lenta, apaciblemente, y le sorprende cómo quiebran la templanza del agua, removiéndola. Alrededor de su cuerpo se formó una estela rojiza, fruto del desprendimiento del polvillo de la tierra que se le había adherido a la piel. ¿Estará enojado papá?, se pregunta mientras mira, ahora, el sol que asoma por entre las copas de los árboles. Un momento antes, cuando se asomó a la puerta, desde la mesa donde jugaba con don Eladio, su padre se volteó para verlo, los ojos parecían dos tajos hechos con una faca angosta, el rostro desencajado, de color bronce, fuera de lugar, el cigarrillo que antes de apagarse funciona para prender otro, para no gastar la bencina, colgándole del labio. ¿Estará enojado papá? ¿O estará triste?

3

Ahora es de noche y pasaron diez años desde que, en Misiones, acompañado por su hijo menor, en media jornada de juego, por la tardecita, cuando el sol empezaba a caer sobre la tierra rojiza y el gurí volvía del tanque australiano limpio pero con cara de preocupado, él le ganó al don Eladio 157 hectáreas con ganado y siembras. Ahora es de noche y está por acabarse la bencina del encendedor, por eso prende uno tras otro: si bien racionaliza demasiado en ciertas cosas (la bencina pero también el auto, un Chevy descapotable color bronce, del que prescinde cuando puede hacer el camino a caballo y sin apuro), en el juego es el instinto el que lo posee, y no la razón, y así avanza, ciego, sumando a las apuestas cada vez más hectáreas o piezas de ganado, y viendo su montañita de fichas reducirse en cada ronda. Hasta que llegó la última y, después de paladear la frase hasta volverla saliva, dijo:

—11 al rojo. 

La fama de vicioso lo envolvía en un aura. Lo hacía pesado, duro, frente al resto. Nadie pudo actuar enseguida, los hombres que rodeaban la mesa quedaron impávidos a un tiempo. Tuvieron que arrancarlo de la silla entre cuatro después de que la ruleta giró y giró hasta clavarse en el 21 negro. Pegó varios alaridos que terminaron en gritos y puñetazos sobre la mesa de juego. Si bien los ojos, ya rojos y trémulos desde hacía horas, se desorbitaron, estrábicos, ninguna lágrima rodó por sus mejillas. Lo había perdido todo, incluidas las 157 hectáreas de siembra y ganado de don Eladio, la Ford F100 azul, las cosechadoras y los caballos, pero lo más doloroso: la estancia donde se levantó la casona de la familia. Sólo conservó la Chevy bronce, descapotable, con la que había asistido esa noche, para tener en qué volver. 

No va a llegar nunca a la casona. Lo van a encontrar a las pocas horas, al amanecer, volcado sobre el costado de la ruta. Nadie va a saber, nunca, si fue un accidente o si se mató a propósito. Las malas lenguas van a decir que no pudo soportar perderlo todo, y que se mató sin dudarlo, antes de siquiera intentar levantarse. Lo mató la idea, es lo que van a decir. Y, también: se quemó toda la plata.

4

El que maneja el Chevy es el hijo menor. Es el único de la familia al que le sobra tiempo. Tiene diecisiete años y le falta poco para terminar la secundaria. Todavía no debe, como los hermanos, trabajar en el campo todos los días. Un viejo amigo de su padre, Estani, les dio suficientes hectáreas para que pudieran subsistir. No es lo mismo que antes pero alcanza. Son 75 para el lado de Federación, con siembra de arándanos. La trabajan sus hermanos, su madre y algunos peones que habían quedado de cuando el padre vivía. El mayor se hizo cargo de las cuentas. Al menor le daban el Chevy y un poco de plata para que no molestara.

Ahora crecido, al menor, igual que al padre, la plata le quemaba. Ni él ni nadie se daba cuenta, porque mucha no tenía. Los viernes saludaba a su hermano mayor después de recibir algunos billetes, arrancaba el Chevy, bajaba el techo y no paraba hasta llegar al centro de Concordia. Pasaba a buscar a una de las chicas de la escuela por la casa. Dos bocinazos breves y esperaba. Después paseaban toda la noche con una botella de ginebra en la mano. La chica pocas veces tomaba. A él le gustaba apoyar la mano derecha sobre su entrepierna y con la derecha sostener el volante y, del pico, la botella. Todavía de noche, horas antes de que amanezca, él dejaba a la chica y volvía a la estancia.

5

Un viernes pasa a buscar a la chica. Conduce dando vueltas en círculos por Concordia, sosteniendo con la mano izquierda la botella y el volante, la derecha sobre la entrepierna de ella, acariciándola. Quiere ir a más, y quiere que sea esa noche. No después. Después no se sabe, nunca. 

—Vamos a la estancia –le dice, y la voz le sale agarrotada–. Apenas empiece a clarear te traigo de vuelta. 

La chica no lo mira a los ojos, tampoco lo observa de cuerpo entero. Le mira la boca, los labios resecos y rotos. Asiente, con un leve movimiento de cabeza. 

6

Hacia el campo, de noche, la vista es de una oscuridad platinada. A los costados del camino de tierra se ven las siembras de eucaliptus, cítricos y arándanos. También vacas, terneros y caballos. Pero él no aprecia el paisaje, está obnubilado, ciego, sólo presta atención a la parte inmediata del camino, y se encarga de sujetar con fuerza el volante, esta vez con las dos manos. Ella toma de la botella y cuando él, con una voz carrasposa, le pide un trago, se la pasa. 

Él cierra los ojos, atrapado por una sensación de ensueño que lo atraviesa desde la punta de los pies hasta la cabeza. El alcohol acaba por asentarse del todo en su cuerpo. En un flashback ve los ojos del padre, vidriosos, diciéndole que su madre lo va a matar cuando lo vea así, tan sucio y enmarañado; está jugando, y prende un cigarrillo con la colilla del anterior. No es noche para andar sin fuego, o sin luz. Escucha un grito y los abre, instantánea, desmesuradamente. Logra frenar antes de estamparse con unos árboles al costado del camino. Qué mierda hacés, vicioso, le grita la chica. Entonces la noche y todo lo que podría venir después se termina cuando él le voltea la cara de un golpe con el revés de la mano.

Publicado en el semanario El Eslabón del 31/08/24

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