El aguilucho había aparecido atrás de la higuera, refugiado entre las ramas espesas y las hojas grises. Tenía un ala herida pero los había mirado con los ojos de una fiera salvaje. No lo dudaron. Tomaron la antigua jaula que su tía tenía guardada en el depósito de la quinta familiar e hicieron justicia. Habían atrapado a la bestia.
Julián y Patricio llevaron la carga balanceándose y ubicaron al animal sobre la mesada de cemento, junto al horno de barro, exhibiendo el premio. Los dos eran los primos más grandes y lideraban la cuadrilla, compuesta por cuatro infantes carcelarios.
Los pequeños cazadores miraban el ave y se regocijaban, cantando canciones inventadas sobre bestias ancestrales de ojos amarillos y guerreros que duermen la siesta después de vencer a sus presas feroces.
El festejo no duró demasiado. El sol iba cayendo en la tarde de Sauce Viejo, y la humedad traía consigo un viento frío, impensable para el verano santafesino. Patricio sintió la brisa y vio que la piel del brazo se le ponía como gallina. Julián estornudó. Fernando se calzó la remera que le colgaba del hombro, en un gesto que copiaba de su padre. Pero Martín no sentía el frío de la tarde. Sus ojos estaban prendidos a la imagen del aguilucho encerrado. Le había dado miedo cuando lo descubrió próximo a la higuera, sí, pero ahora, en la jaula, la imagen le parecía cambiada.
En su casa del sur de Santa Fe, desde que recordaba, el portarretrato grande color plata del living tenía la misma foto familiar. No se dio cuenta del momento exacto en que su madre la había cambiado, pero sabía que su casa de repente ya no era la misma.
Algo de esa pérdida revoloteaba en la tarde de Sauce Viejo. El cielo naranja, los higos maduros en el suelo, el río calmo no eran los mismos.
***
Sabía que estaba soñando y, sin embargo, el miedo le paralizaba el cuerpo. Detrás de las hojas grises, el aguilucho se paraba frente a él, erguido como un hombre viejo, y lo contemplaba calmo y distante.
El dormitorio del sueño estaba vacío y de la pared brotaban las ramas de la higuera. Sentía que el cuerpo le ardía y que la vegetación se volvía más espesa. El hombre bestia lo contemplaba en la distancia, inerte.
Atrapado, comenzó a contar, a contar todos los números que había aprendido como método de lucha contra el tiempo. Competía contra las horas sumando números y números silenciosamente. De repente, la mente se quedó en blanco y abrió los ojos. Ya no sentía el ardor en la frente.
Esa noche, nadie dormía con él en la habitación. Los primos habían tirado sus colchones en el living, frente al televisor, y se habían quedado dormidos viendo la última programación del canal de aire. Martín, en cambio, se había sentido mal después de la cena y se había ido a acostar temprano.
No se dio cuenta de que había salido de la cama hasta que se vio a sí mismo abriendo la puerta de la casa. Dio las dos vueltas de llave cuidadosamente y atravesó el quincho de paja de la entrada. Sintió el césped húmedo entre los dedos, vio las ranas colgadas de la esterilla metálica, escuchó el ruido de los bichos y caminó tranquilo.
El aguilucho no dormía. Lo miraba fijo con sus ojos amarillos. Con suavidad retiró la jaula y el ave emprendió un vuelo lento con el ala herida.
Se quedó un rato sintiendo el césped, las ranas y los bichos. El paisaje de Sauce Viejo se volvía más intenso bajo el cielo nocturno. Se mordió los labios y volvió a ubicar la jaula en su lugar. Esa noche juró silencio. Nadie nunca se enteraría de la sigilosa traición.
***
Le sorprendía que, a pesar de los años, siguiera teniendo el mismo gesto torpe de la infancia. Es que lo cotidiano tenía en él tanto impacto que parecía poseído por los pequeños fragmentos de sus vistas diarias: unas cortinas de violeta intenso, una mampostería antigua y rotosa, una ventana que brilla en la tarde.
Si bien hacía ya seis años que vivía en Rosario, los pequeños detalles del entramado urbano lo sacaban brevemente del agobio que le generaba la ciudad. La vida urbana le pesaba, y las tardes de enero lo volvían todo aún más sofocante.
El calor abrasaba por completo la ciudad, y cada paso de vuelta de la oficina le resultaba insoportable. El clima asfixiante no dejaba escapatoria, y mientras caminaba, intentaba distraerse repasando reportes. Contaba números y números silenciosamente.
El fin de semana anterior habían vaciado la antigua casa de Sauce Viejo y el recuerdo de las tardes naranjas y los higos dulces volvía amenazante la humedad rosarina.
Algo de la pérdida había vuelto a sobrevolar en él, reactualizándose con fuerza con la venta de la quinta. Era la muerte total de la infancia y sus olores: de las tuyas que bordeaban la quinta, de la tierra mojada en las carreras de bicicleta, del río quieto mientras en las manos sostenía el boguero.
El golpe en seco lo hizo girar sobresaltado. Una pequeña bandada de palomas volaba bajo, chocando contra el concreto de los edificios. Agitadas, y con la torpeza propia del escape, avanzaban en un vuelo desesperado. Martín recordó un informe que había escuchado en el noticiero: les tiraban alimento que inhibía su reproducción porque las consideraban una plaga. Pensó en cómo el plumaje tornasolado resplandecía con el miedo. Detrás de las palomas, el aguilucho desplegaba las alas, deleitándose con la exactitud del ataque.
Publicado en el semanario El Eslabón del 14/09/24
Foto: Luba Balcarcel
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