La noche del martes y la mañana del miércoles, Humanidades y Artes estuvo tomada por los estudiantes. Entre doscientas y trescientas personas sostuvieron una medida de fuerza que renueva las capacidades de acción del movimiento estudiantil.
En Humanidades el aire estaba denso. Una tensión contenida recorría las charlas en el patio. Bajo el sol de las 12 que partía al medio, ya muchos hablaban de “eso”, pero sin nombrarlo. De a poco, mientras se acercaban las 17 –horario de la asamblea– las agrupaciones fueron colgando las banderas, haciendo lentamente presencia, poniendo palabra sobre palabra a un proceso que parecía ya definido por la presión de un contexto que lo venía pidiendo a gritos.
Fue la asamblea con más participación del año y todos ahí sabían a qué iban. Las mochilas abultadas hablaban por sí solas y la votación tuvo carácter de unanimidad. Todos votaron la toma de la facultad de Humanidades y Artes en rechazo al veto de Milei. Mientras tanto, las noticias de las otras facultades iban llegando por goteo: vigilia en Psicología, Política y Arquitectura, que si en Medicina pasaba algo además de la vigilia hasta las 22, o no; las tomas en las facultades de la UBA, de la UNSAM (Universidad de San Martín), de Córdoba y otras más. La profundización estaba ahí, era cuestión de tomarla o de hacerse el sordo.
La calle quebrada
Después de la asamblea, ya colgado el cartel de “Facultad tomada” en la entrada, atado a las ventanas de Vicedecanato, el movimiento fue hacia calle Entre Ríos, punto del microcentro de la ciudad. Ahí mismo salió, por esas cosas que se atribuyen a la espontaneidad pero cargan la lógica de la medición de fuerzas en la arena política de la calle, cortar esa arteria de la ciudad.
Con tachos y banderas, la esquina de Entre Ríos y Córdoba cantaba: “Si el presupuesto no está, qué quilombo se va a armar. Te cortamos la calle y te tomamos la facultad”. Así, las canciones viejas volvían a traer las astillas de los pasados inconclusos, las historias de las luchas abiertas, con victorias parciales y sus derrotas constantes. Fueron el momento de encuentro del ahora con la constelación de determinadas luchas políticas pasadas. Así decía Walter Benjamin, filósofo y crítico literario alemán de origen judío, perseguido por el nazismo y muerto en 1940 por su mano propia: “La verdadera imagen del pasado se desliza veloz. Al pasado sólo puede detenérsele como una imagen que, en el instante en que se da a conocer, lanza una ráfaga de luz que nunca más se verá (tesis V) (…). Articular históricamente lo pasado no significa «conocerlo como verdaderamente ha sido». Consiste, más bien, en adueñarse de un recuerdo tal y como brilla en el instante de un peligro. Al materialismo histórico le incumbe fijar una imagen del pasado, imagen que se presenta sin avisar al sujeto histórico en el instante de peligro. El peligro amenaza tanto a la existencia de la tradición como a quienes la reciben. Para ella y para ellos el peligro es el mismo: prestarse a ser instrumentos de la clase dominante. En cada época hay que esforzarse por arrancar de nuevo la tradición al conformismo que pretende avasallarla. El Mesías no viene como redentor; también viene como vencedor del Anticristo. El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo le es dado al historiador perfectamente convencido de que ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence. Y ese enemigo no ha cesado de vencer (tesis VI)”.
Todas las luchas populares tienen ese trabajo redentor de las luchas anteriores, ese carácter que es por momentos discontinuo, por momentos desarticulado, pero que encuentra en las imágenes fugaces del pasado la justificación larga de la lucha, los fantasmas vencidos que caminan aún con la esperanza de vencer. Aún –y fulgurantes con mayor intensidad– en los momentos en que peligran aquellas conquistas, humildes y no tanto, por las que se han puesto en juego cuerpos y vidas.
Mientras se cantaba en Entre Ríos y Santa Fe, y se asomaban desde los edificios miradas –algunas quizás curiosas, otras que apoyaban–, se escuchó desde lo oscuro de las alturas, desde un departamento con sus luces apagadas, una voz grave y monocorde: “Aguante el Peluca”. Y usando una metodología ciudadana con antecedentes que resultan muy efectivos, alguien tiró un cascote de tierra desde aquel octavo o noveno piso sobre la frente de una compañera. Ese cascote de tierra y resentimiento quebró la toma de la calle. Pero fundamentalmente fue un golpe de la realidad, una aparición concreta de aquella violencia política que se caldea en nuestra sociedad –y en el mundo– desde hace ya varios años.
La facultad llena
En Humanidades, en sus pasillos, sus aulas y sus capas de patio –el monasterio, la cervecería, la facultad, el Rosariazo, su reacondicionamiento reciente– subyacen historias múltiples. Amores, peleas, amistades, discusiones, en fin, un mundo social activo que es la olla profunda de lo político. Entre cursadas y rendidas, a veces parece que el movimiento tiende hacia una individualización por la propia subsistencia en contextos de altas exigencias y tiempo para nada. Pero ese tiempo se hace. El mate en el patio, el pucho en la ventana del segundo piso charlando con compañeres y docentes, las lecturas colectivas en salones o boxes. Estar en la facultad es siempre más que cursarla, y eso es lo que viene a profundizar la toma. No es sólo un acto político para el afuera, una discusión en base a un reclamo específico, como lo es hoy el financiamiento a las universidades vetado por Milei –y avalado por la cámara de diputados de nuestra Nación–. No es sólo el acto real y concreto que expresa esa disputa, y que mide las fuerzas de un movimiento estudiantil que venía caminando detrás de las medidas que lo atacaban a él y a la universidad bajo fundamentalmente el signo de la resistencia. No es sólo el punto de llegada de un proceso que se venía construyendo con distintos grados en las diversas facultades, y que sólo logró dar el salto cualitativo en algunas a lo largo y ancho del país. La toma es la posibilidad de encuentro con compañeres, la dinamización de todas esas relaciones sociales que son la caldera en última instancia de lo político, la construcción por abajo, en la discusión y en el cuerpo. La toma de la facultad es la inversión de la facultad vacía y vaciada: es la facultad activada por les estudiantes que la transitamos, la experiencia de organización que le permite a una agenda, a un sector, a un grupo, empezar a generar movilidad propia.
Aquella toma, con doscientos y pico de estudiantes, es una punta más de lanza en esta lucha que nunca fue sólo por la educación pública, gratuita y popular sino por la convicción de que esa educación pública es un bastión a partir del cual construir la liberación. Y la derrota en diputados no invalida, ni resquebraja, los ladrillos de poder que el movimiento estudiantil está empezando a poner uno arriba del otro.
Publicado en el semanario El Eslabón del 12/10/24
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