Sábado de enero en Isla Verde. Venían de una jornada de sol, asado y mates a la sombra de un sauce del Paraná Viejo y hacían escala en este parador situado al norte de esa porción de tierra inundable conocida como La Invernada. Allí confluían kayakistas con otros anfibios de temporada que habían arribado en lancha o taxi náutico. Heladeritas, reposeras, lonas y botellas cortadas con cocktelería agreste que pasaban de mano en mano. Humo dulce, carcajadas y un partido de voley playero. El reguetón que venía de la zona de acampe era opacado por un grupo electrógeno que empezaba a sonar monocorde. Un enjambre de libélulas pasaba al ras del suelo levantando arena y restos de vegetación seca. La altura del río era óptima para todo tipo de embarcaciones.

—¿Vamos pegando la vuelta?

—¿Vos decís? Mirá esas nubes –un gris oscuro pintaba el horizonte, río arriba, atrás del puente Rosario-Victoria.

—Si nos mandamos ya, no nos va a agarrar. Haceme la segunda, amigo –un vello púbico tira más que la corriente del canal de navegación que marca el límite fluvial que separa Entre Ríos de Santa Fe.

La tormenta los alcanzó en medio del canal, donde el cauce es más profundo y la correntada incrementa su hostilidad. El viento hacía que la pala funcionara como vela. La pala es el remo doble con el que se comandan kayaks o piraguas. Olas de dos metros. Todo se puso blanco y ya no era posible distinguir los puntos cardinales. Los amigos se perdieron mutuamente de vista.

Olas de tres metros y ráfagas de lluvia horizontal. La ciudad, las islas, no había forma de saber para dónde estaban. La imprudencia juvenil dispuso no llevar chaleco salvavidas. Arruina el bronceado. La costumbre era tenerlo a mano por si te paraba prefectura, pero ese fin de semana había tanto movimiento en el río que eran escasas las probabilidades de cruzarse con la lancha. Una ola invadió repentinamente el cockpit, el bote escoró de más y se dio vuelta. El mar dulce y marrón se agitaba con furia. Una mano sostenía la pala y otra se aferraba al kayak, que de a ratos golpeaba violentamente contra el agua o se volteaba para un lado y para el otro como una tortilla en loop. 

Ya va a pasar. Dejarse llevar por la corriente, mucho más no se puede hacer. Río abajo por el ancho Paraná. Una vez recuperada la fuerza y lograda cierta calma, pataleaba empujando la embarcación de fibra de vidrio en dirección a la Isla de la Invernada. Al menos es lo que pensaba. Aún se veía todo blanco del nivel del agua hacia arriba y a los cuatro costados. El bote se había convertido en una bañera y era imposible abordarlo sin que se diera vuelta. Dos, tres intentos inútiles y desistió. El viento continuaba soplando pero ya no podía afectar de ninguna forma. Hasta acá todo bien, se decía. Sujetó la pala con las sogas elásticas de la cubierta y a la patada le sumó una brazada. Había que bracear, había que patalear, y nunca parar de respirar. Volver a la isla y emprender el regreso cuando amainara. Recalar vaya a saber en qué costa. Arena suave, muelles, troncos, carpinchos, sogas, boyas y bidones flotadores. Camalotes, ramas hundidas, chapas oxidadas, ruinas de antiguos paradores, yararás, rayas y mosquitos.

—Dios, si existís mandame una lancha.

La bruma fue cortada por el casco de un buque color turquesa con casillaje blanco de una blancura que se confundía con el resto de la escena. La sirena de niebla –tal es el nombre de la bocina de los barcos– tronó como trompeta celestial. Un cuadro de Domínguez se fundía con otro de un pintor con nombre de tortuga ninja mutante adolescente. El lienzo barroso salpicado de un cielo que se empezaba a despejar. En lugar de naufragar en las islas entrerrianas las olas causadas por la nave de ultramar lo acercaron a la costa rosarina. Sumergido hasta el cuello, alcanzó a divisar la playa. Estaba a la altura de Natural Mystic. La tormenta había pasado. Confirmado, Dios existe.

Concluía la tardecita, se activaba el alumbrado público y sobre la arena salpicada por la lluvia chicas y muchachos jugaban un picadito. No recuerda si gritó o si justo lo vieron cuando fueron a buscar una pelota que fue a parar al agua. Dos de ellos, con sendos torpedos rojos que hasta entonces formaban un arco enterrados en la arena, se lanzaron al rescate.

—¿Estás bien, flaco?

—(…)

—No sueltes el bote.

Una vez en tierra firme, con el kayak completamente desagotado y afrontando en silencio el agotamiento físico, dirigió la proa al norte hacia Puerto de Palos. Remando suave y sin alejarse de la costa, acariciando de a ratos la arena con el casco. El río era un espejo de agua en el que rebotaba la luz blanca de los reflectores, un río planchado. En la guardería se reencontró con su amigo, que era algo más experimentado en el canotaje y había logrado cruzar a bordo de un 510, mejor preparado para travesías con el río bravo.

—En un momento no te ví más, loco.

—(…)

—¡Qué cagazo! Avisé a la prefectura, te deben estar buscando.

Los amigos se habían distanciado en medio del Paraná, en el límite interprovincial demarcado por boyas verdes de un lado y rojas del otro. Este acontecimiento, sumado a otros de diferente naturaleza –más terrenales que acuáticos–, determinaron tiempo después que la distancia fuera para siempre. Nunca volvió a ver un buque turquesa.

Foto: Julieta Ameglio

 

Publicado en el semanario El Eslabón del 19/10/24

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