En su novela La parrillita, Roberto Retamoso ofrece un protagonista colectivo que pone el cuerpo, a contrapelo del auge de lo virtual-inmaterial. Un grupo de amigos disfruta de una de las más ancestrales prácticas humanas: juntarse a hablar y comer. Hacen memoria sin melancolía, aferrados al deseo y la búsqueda de la palabra.

La narración es muy anterior a la literatura. Es una fuerza antropológica ancestral y transcultural que define lo humano. No podemos vivir sin que nos cuenten historias. Y a la vez, toda vida es una historia, una narración. Las experiencias, acontecimientos y vivencias adquieren otros sentidos, se organizan y ganan coherencia cuando toman forma narrativa. Además la vida narrada se puede compartir, deviene diálogo y acaricia la otredad. Durante siglos, la difusión de la literatura fue oral y colectiva. Un grupo de personas compartía un espacio común, se acercaban, aproximaban sus cuerpos e intercambiaban historias. 

La materialidad y la corporalidad (cada vez más ausentes en el mundo virtualizado del capitalismo financiero e inmaterial) cobran todavía más contundencia cuando el encuentro incluye otra de las actividades que define lo humano: comer. El convivio implica un espacio colectivo donde se bebe, se come, se piensa, se narra.

Además, por su cercanía con el ritual, incluye gestos, acciones (muchas veces en una secuencia que se repite), palabras y, sobre todo, objetos. En La parrillita, la adoración de objetos sagrados se convierte en otra cosa, un ritual laico, argentino por excelencia: el asado. Dos chorizos, una morcilla, una tira de asado para compartir, una ensalada completa y vino tinto son los alimentos que se repiten con cadencia ceremonial, como habilitando y completando el código compartido entre los comensales, que incluye palabras, gestos, y alimento compartido. 

“En ese momento, Tonio advierte que se han quedado sin vino, por lo que toma la botella vacía con una mano, la levanta para que la vea el mozo, y la agita, significando que hay que reponerla. El mozo, que lo acaba de ver, hace un gesto afirmativo con la cabeza y busca otra botella en una estantería donde se encuentran las botellas de tinto –las de blanco están en una heladera que se halla al lado– para llevársela de inmediato. Gracias, campeón, le dice Tonio cuando llega a la mesa y comienza a descorcharla”. En ese ámbito los códigos son compartidos y circulan con naturalidad. Fuera, todo parece distinto.

“Desde la mesa donde están comiendo se ve la calle donde queda la parrilla, que, en realidad, es una cortada, de esas que abundan en la zona céntrica de la ciudad, cuando uno se acerca al río. Probablemente por la hora –ya es más de la medianoche– o por el día –es lunes, y son pocos los locales o los visitantes que por ahí dan vueltas ese día de la semana”.

El ritual argentino

En el mundo ficcional de La parrillita, un grupo de amigos comparte un espacio, un lugar que está más allá de la vida cotidiana de cada integrante del grupo. Es un lugar otro, un refugio, un rincón del mundo y el centro del Universo. Por allí circulan las palabras, las historias, las confesiones. Allí se libra la lucha por encontrar la palabra, por poner en palabras la vida, que sin la palabra no es más que una ráfaga de acontecimientos inasibles. 

Allí se disfruta, entre risas y complicidades, la cercanía del otro, la presencia del cuerpo y la voz de la otredad. Es el reino del diálogo como intercambio profundo entre dos o más existencias. Como experiencia conmovedora capaz de cambiar la vida de los que participan de él. Y el encuentro (material, corporal) no es lo mismo que el mero contacto virtual. 

Cuando la fiesta del encuentro debe cambiar de rumbo para lidiar con la muerte, el grupo se fortalece. Y no abandona los rituales del convivio. La parrilla siempre está con ellos, en ellos. Es el lugar del encuentro colectivo y el diálogo configura la subjetividad de los personajes. 

Es sabido que el grupo no es asimilable a la suma de las partes que lo componen. Construye otra cosa, con otros códigos, y esos códigos configuran un lenguaje, o mejor: un habla polifónica, de tonalidades diversas. La parrillita es un artefacto narrativo prolijamente construido y estructurado. Cada personaje tiene su historia, sus rasgos particulares, su subjetividad. El grupo no fusiona ni difumina las diferentes características de quienes lo integran. Por el contrario, por contraste, por el intercambio que implica el diálogo, las particularidades se potencian. 

En este punto, se habilita la reflexión, que cobró centralidad en la época del neoliberalismo triunfante, sobre lo individual y lo colectivo. Y aquí también queda claro que la posición del narrador está asentada en otra axiología, que se ubica en las antípodas de la exaltación del individualismo neoliberal extremo que caracteriza esta etapa del capitalismo. Queda clara su posición, sin énfasis, como subtexto. Y esta sutileza suma fuerza poética y política a la novela. 

El contexto histórico-social en que se produjo y se lee la novela establece relaciones muy productivas con el texto. En una Argentina y un mundo con síntomas de crisis cognitiva, cuando el conocimiento ya dejó de ser objeto del deseo y los fundamentos son rechazados como ridículas antiguallas, el universo ficcional de La parrillita se lee como una profunda e incisiva interpelación a ese estado de cosas.

Foto: Julia Oubiña | El Eslabón/Redacción Rosario

El personaje Chichita, por ejemplo, representa la pasión, el cuerpo, el arte, la solidaridad, el amor y la cultura del cuidado. La veterana actriz es la vida y el vitalismo. Puede conectar con los jóvenes, porque ella lo es. 

“Durante la comida, medio de casualidad, se puso a conversar con Chichita, movido en principio por el deseo de conocer a una mujer que, ni bien la tuvo sentada enfrente, le llamó la atención. Pero si lo primero había sido el impacto visual que ella le había provocado, lo siguiente fue la sorpresa que experimentó cuando se pusieron a hablar de arte: quedó asombrado por sus conocimientos de pintura, de literatura, de cine, y cuando, además, ella le dijo que era actriz, quedó rendido a sus pies”, se lee en la página 59, donde se insinúan algunos de los aspectos fascinantes de la actriz.

El valor de la palabra (de la educación, las letras, las humanidades, el pensamiento), al igual que la justicia social y el anhelo de una sociedad como ámbito de convivencia y cuidado del otro, no están pasando por su mejor momento en la consideración de ciertos sectores de la población que son hablados por los voceros del poder corporativo.

Los valores que sustentan la novela chocan y refutan el espíritu de estos tiempos. Desmienten que no hay otro camino ni otro horizonte más allá del individualismo extremo, el odio, el rechazo a la otredad y la entronización de la crueldad.

La búsqueda de la palabra justa construye un amplio espacio ficcional entre-líneas, como un discurso no escrito, o escrito en filigrana, que acaso simbolice la fruición de esa búsqueda.

La parrilla en la que se reúne el grupo es una referencia que dispara recuerdos en las lectoras y lectores que conocen Rosario. Es un sitio particular que convoca memoria. Y además, el grupo hace memoria, sin melancolía, sin fetichizar el pasado. La memoria histórica está allí. Las luchas populares, los sueños, los deseos de quienes militaron en las décadas de 1970 y 1980 están allí. Conmueven, acaso por su falta de énfasis. Porque la narración, como escribió Walter Benjamin, a diferencia de la noticia, no explica nada. Deja espacio al lector, lo incorpora, lo interpela, lo convoca a participar.

Lejos de hacer un fetiche del pasado recordado y reconstruido colectivamente, por el contrario, el universo ficcional de La parrillita habilita imaginar otros mundos posibles. 

En la novela de Retamoso todo puede ser narrado. Todo es materia narrable. La palabra salva, cura, duele, aleja y acerca los fantasmas, los engorda, los borra, los transforma. La palabra parece inasible y a veces, efectivamente, lo es. Pero la búsqueda de la palabra es capaz de darle sentido a una vida. La palabra poética implica imaginación, creación. Un fuerte deseo de poesía (como poiésis, como creación) cruza y estructura la novela. Se escribe sobre personajes que escriben o desean escribir. Se escriben y reescriben discursos. Y se escribe, describe y reflexiona sobre el proceso de escritura. 

El psicoanálisis, la teoría literaria, el teatro, la política son materia narrable. Y el dispositivo narrativo de Retamoso lo desarrolla de dos maneras. Los discursos aparecen narrados, por un lado, pero también narrándose, y esto último señala la presencia de rasgos metaficcionales. Se narran narraciones y se narra ese narrar. El acto de la enunciación es materia narrable. Se lo describe, se lo interpela, se lo desestabiliza.

La reiteración se cuenta entre los rasgos metaficcionales más evidentes y estructurantes de la novela. Pero lejos de tener una función explicativa, didáctica o enfática, aporta ritmo, musicalidad y unidad. Genera una cadencia que remite al acto de escritura (como trabajo, como producción de sentidos), y le resta certezas.

La expresión “podría decirse” aparece seis veces. “Como suele decirse”, nueve. El narrador va reflexionando sobre su trabajo, sobre la materialidad de las palabras. Pone en acto y presenta (no sólo representa) el trabajo que implica la búsqueda de la palabra justa. “Al que podría calificar, sin errar en el uso del epíteto”, se lee en la página 125. “Podría de tal forma decirse”, en la 129. “Si hubiera una palabra que pudiese definir la situación, probablemente sería inclemencia”, en la página 163. El uso del condicional “podría” elimina certidumbres. Se usa una palabra determinada, pero podría haberse usado otra. Las palabras están allí, impresas, aparentemente estables y establecidas, pero son fruto de una labor ardua, vinculada a la pregunta, la indagación, la exploración. Lejos de ocultarse, el mecanismo se exhibe en toda su complejidad. La escritura emerge como trabajo artesanal y compromiso colectivo con la palabra. El efecto metaficcional se despliega en el proceso de lectura. La parrillita se está escribiendo mientras las lectoras y los lectores recorren sus páginas. 

Un autor prolífico y polifacético

Roberto Retamoso nació en Rosario en 1947. Es profesor y doctor en Letras, narrador, poeta, crítico e investigador. Se desempeñó como docente en la carrera de Letras de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario (UNR) desde 1986 a 2017. Fundó la Escuela de Literatura de Rosario Aldo Oliva. Entre sus novelas se pueden mencionar La hermanita perdida (2022), Prosopopeyas (2018) y Las aguas cárdenas (2015). Publicó los poemarios Fastos de Mnemosine (2021), Letras, 1976 (2021), Tangata rosarina (2018), El diecisiete (2017), Teoría de la lectura (2011), La primavera camporista y otros poemas (2008) y Preguntar del hijo (2007). Es autor de una extensa obra de investigación teórica y crítica literaria: Juan José Saer: la narración como ensayo (2023), De un glosar redundante (2019), Realismo y Metafísica en Roberto Arlt, Macedonio Fernández y Leopoldo Marechal (2013), Apuntes de Literatura Argentina (2008), El discurso de la crítica (2009), Oliverio Girondo: el devenir de su poesía (2005), Figuras cercanas (2000), La sujeción imposible y otros escritos (1996), y La dimensión de lo poético (1995).

Publicado en el semanario El Eslabón del 02/11/24

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