En su tercer libro, Enredaderas en el aire, Santiago Garat narra con ojos de niño. Construye un espacio sensible que está en las antípodas de la emergencia del odio, la envidia y el resentimiento que caracteriza este tiempo.

El libro recientemente publicado por Santiago Garat ofrece un collage de géneros literarios: relatos breves, microrrelatos, prosa poética, poesía en verso. El término “collage” pertenece a las artes plásticas y significa “técnica pictórica que consiste en componer una obra plástica uniendo imágenes, fragmentos, objetos y materiales de procedencias diversas”. Enredaderas en el aire (editado por Cooperativa La Masa y Cadena Informativa) es como un cuadro que incluye una infinidad de historias y personajes que, a través de distintos formatos textuales, configuran un todo variopinto, siempre sorprendente, y a la vez bien estructurado, lo que no significa cerrado ni unidireccional. 

La palabra “collage” proviene del verbo francés “coller”, que significa “pegar”. La técnica consiste en pegar sobre una superficie distintos elementos: imágenes, trozos de papel, recortes de madera, hule, entre otros. El único límite es la imaginación. Y un buen adhesivo. 

Pero además de dar coherencia y cohesión a una miscelánea de elementos de índole diversa, el collage remite a una de las claves que estructuran el dispositivo narrativo del libro: el juego y los aspectos lúdicos de la existencia.

Cada parte del texto puede leerse en forma independiente y en un orden aleatorio. Apunta a lectoras y lectores activos, que participen de la obra, que la hagan suya con la lectura, y que así creen su propio libro. Que jueguen. 

“Uno tras otro sorprenden y atrapan estos pequeños textos que surgen de pronto como trenes en la noche, como perros persiguiendo una pelota de goma, como pibes que corren y juegan y se van, se van pero se quedan”, escribe Rocío Muñoz Vergara en el prólogo.

Rocío Muñoz Vergara (Sevilla, España, 1982), es licenciada en Filología Hispánica, profesora de Lengua y Literatura, gestora cultural, escritora y actriz.

“Cada pequeño microrrelato es un universo perfectamente autónomo que a la vez se conecta y resuena en los demás. Los duelos, las ausencias, hacen eco en la melancolía de la infancia que se fue, en los amores perdidos y encontrados, en el dolor por los que no están y en la certeza de que siguen estando”, agrega la prologuista.

La demolición de una de las más viejas instituciones literarias, el índice, hace volar en pedazos esa suerte de manual de instrucciones u hoja de ruta para el lector. Y para dejar clara y destacar esta operación revulsiva, el índice no está borrado ni ausente. En la página 63 se encuentra: “Índice. No hay índice, se lee como se quiere y se quiere como se lee”. La segunda parte de la frase “y se quiere como se lee”, abre un amplio abanico de preguntas que exceden las posibilidades de una reseña. Es un remate típico de Garat: sorprende y resignifica todo. Abre un misterio, señala un pensamiento que anda por ahí y hay que salir a buscar.

Esta concepción de la lectura participativa, que implica que quien lee deja de ser un receptor pasivo (o un mero consumidor de mercancía) para convertirse en co-autor, remite a cuestiones que van mucho más allá de la técnica literaria. 

Hay allí una consideración muy particular de la otredad, de la dialéctica entre lo colectivo y lo individual, del diálogo y el intercambio directo (presencial, corporal) entre personas, entre seres humanos capaces de hacer posible la comunicación a través de una relación amable con el otro.

“Y así, cuando entramos al juego los lectores, leemos y queremos más, todo el tiempo, porque estos pequeños textos generan adicción, porque cada vez que uno termina se entra a barajar de nuevo y salen otras cartas que otra vez nos sorprenden, en originalidad, en recursividad poética, en actualidad política, en giros argumentales y en capacidad de llegar al corazón de los jugadores”, agrega Muñoz Vergara como parte de una precisa descripción de la experiencia de la que participa el lector que entra en el juego propuesto por el texto.

Foto: Jorge Contrera | El Eslabón/Redacción Rosario

El juego remite a la infancia, otro de los ejes constructivos. Se ve al mundo desde una mirada de niño. Y construir una mirada, un punto de vista, un lugar desde donde narrar, es la condición de posibilidad de todo relato, una decisión fundamental, y profundamente política. Implica además definir quiénes tienen voz para narrar sus propias vidas. Lo que significa, asimismo, otro posicionamiento ideológico profundo: qué vidas merecen ser contadas. O mejor: la afirmación de que sí merecen ser contadas las vidas de aquellos que están fuera del sistema cada vez más excluyente.

La mirada de niño va más allá de una franja etaria. En la creación literaria, la expresión indica el asombro, la curiosidad, la pregunta, la apertura sin prejuicios ante un mundo apenas comprensible pero fascinante, hermoso y horrendo a un mismo tiempo. Y sobre todo, una forma de percepción muy particular, en la que conviven sentimientos, recuerdos y miedos. 

Observar el mundo de esa manera es también explorarlo. Como un niño que juega, a través de la más cotidiana materialidad, se puede medir, sopesar, hacer presente lo ausente, sobre todo los afectos y la distancia que de ellos nos separa. El método es caminar y contar los pasos, como quien simplemente se desplaza, o repitiendo aquel ritual que precedía y configuraba los picados. El método es ir hacia lo ausente. Hacer el camino hacia lo que se extraña. Ponerle el cuerpo para presentificar la soledad.

“Del cordón de la vereda a la puerta de mi casa hay ocho pasos largos. Y diecisiete si los hago tipo pan y queso. De ahí, de la puerta de mi casa a la puerta de la casa de Juan, debe haber unos setenta largos y andá a saber cuántos cortitos. Y de la puerta de mi casa a la puerta de la casa de Lucía, la otra vez conté cuatrocientos treinta y seis. Largos, de a cortitos no voy ni loco hasta allá”, se lee en el relato “El cordón de la vereda”. 

La imaginación y el juego iluminan los ojos de los pibes. Esa percepción sensible no sólo representa y reproduce lo que se ve, sino que lo crea, lo recrea, lo convierte en otra cosa a través de la imaginación. Lo que nace de allí es un régimen de lo sensible y una estructura de sentimientos que están en las antípodas de la emergencia del odio, la envidia y el resentimiento que caracteriza este tiempo.

Melancolía, nostalgia y futuro

La memoria es otro de los motores narrativos fundamentales de Enredaderas en el aire. Y aquí lo personal e íntimo dialoga con lo social y colectivo. Y como suele suceder cuando el diálogo es sincero, profundo y sin imposturas, ambas partes involucradas en el intercambio son transformadas por él. Garat interroga poéticamente los límites entre esos conceptos, los desestabiliza.

“Escribir es recordar, ponerse una vez más el disfraz del zorro con olor a zanja podrida, disfrazarse de mosca y que venga tu mamá a acomodarte las alas torcidas y de paso a atarte los cordones, cambiarse el nombre para jugar o para combatir, garabatear notitas entre el sueño y la vigilia, acompañar a tu abuela a llenar cartones, colarse a las casas que están al otro lado del bulevar para tirarse a la pileta y ser felices por un rato, recorrer a cualquier edad las cuadras largas de la Gloriosa Zona Sur de Rosario”, señala el prólogo delimitando, además, un espacio que el texto convierte en centro de su universo narrativo y del Universo.

En el más reciente libro de Garat, la memoria no fija el pasado, no lo fetichiza, ni lo romantiza, ni lo purga de material oscuro ni contradictorio. El pasado vive y se convierte en un ahora (que es también el ahora de la lectura). De esta manera, lejos de guardarse en un arcón, el recuerdo sale y va en busca del lector. Ese encuentro lo transforma todo. Lo proyecta. 

En el universo ficcional de Garat, muchas veces la memoria es un presente recargado, fortalecido por la experiencia vivida (individual y colectiva) y capaz además de señalar un futuro distinto. Es íntima y colectiva. Memoria personal. Relato de una vida. Y memoria de un pueblo, sus luchas, sus innumerables formas de resistencia. “Olvidar es matarse de a poco” es el título de uno de los textos. “El hambre mata. Y el olvido. El olvido mata. No nos olvidemos”.

Foto: Jorge Contrera | El Eslabón/Redacción Rosario

La mirada asombrada del niño aporta a la memoria frescura, vitalidad y, sobre todo, potencia de futuro. La memoria, la verdad y la justicia son las condiciones de posibilidad de un futuro menos violento, más justo e inclusivo.

Enredaderas en el aire no sólo hace memoria sino que, al mismo tiempo, reflexiona sobre los intrincados procesos que la constituyen.

“Papá chasquea la lengua de nuevo y pregunta por qué la Mali no se despertó cuando paramos en la estación. Mamá se pasa al asiento de atrás y le da la teta a la Mali, y la mira embobada, pero de golpe levanta la vista, me guiña un ojo, me tira un beso, y yo me reencuentro con la felicidad. Antes de quedarme profundamente dormido, el primer postecito que veo al costado del camino me avisa que faltan 325 kilómetros para llegar a la Capital. Después, al menos de esa noche, no me acuerdo de nada más”, relata el texto “Kilómetro cero”. La memoria está hecha de retazos sensibles, epifanías, destellos, misterios y develaciones.

En los recuerdos que pueblan las páginas del libro hay melancolía y también nostalgia. Ambos conceptos describen distintas maneras en que el sujeto se relaciona con su pasado. La melancolía suele relacionarse con extraviarse en los recuerdos, entregarse a ellos como a una ensoñación. Puede estar acompañada de tristeza por lo perdido y un sentimiento de abulia. La nostalgia es asimismo un sentimiento de añoranza por el pasado, pero más enmarcado en sensaciones agradables. Desde el punto de vista etimológico, la nostalgia es amor por el origen, la patria, la familia.

“En las vacaciones nos inventábamos vidas. El hecho de estar en una ciudad lejana y ajena, y de compartir una semana con extraños, nos permitía soñar despiertos y despertar soñando. Con mis hermanos aprovechábamos las horas del viaje para construir nuestros personajes. Mi abuelo era delegado de Luz y Fuerza y nos conseguía alojamiento en los complejos hoteleros del gremio. Aquella vez íbamos al de Villa Giardino, en Córdoba. El tío Juan manejaba concentrado en la ruta y en las canciones de Sui Generis que sonaban una y otra vez, y que ya nos sabíamos de memoria. Nosotros tres, en el asiento de atrás, pergeñábamos la historia que le íbamos a contar a cuanto pibe y piba conociéramos en la pileta o jugando al ping pong. Había que ajustar detalles para no cometer ningún error”, se lee en el relato “Vicki”, donde un pasado lúdico, lleno de creatividad, se recupera entre risas y llantos.

Enredaderas en el aire está impregnado por un fuerte sentimiento: el anhelo de una patria y un mundo basados en valores diferentes a los que se pretenden imponer por estos días. Hay un ansia, a veces alegre, a veces angustiada, por una sociedad menos violenta, más justa y equitativa, más amigable con el otro. Está presente el dolor, porque la patria duele. Pero también está presente el optimismo de la voluntad militante para reconstruir, reinventar y recuperar lo perdido. 

La infancia es el territorio del juego. Allí todo es posible. Pasado, presente y futuro se mezclan, con alegría y tristeza, y encuentran su síntesis en una memoria activa que derrama hacia el futuro.

Si Enredaderas en el aire se lee en voz alta, se manifiesta en forma corpórea uno de sus rasgos decisivos, más allá del collage de géneros: el aliento poético, logrado a través de frases o versos que se repiten como un estribillo, rimas internas, aliteraciones y figuras retóricas propias de la poesía. El texto respira musicalidad, y por eso remite, recupera y encarga, a su manera, la canción popular, las voces del pueblo. Sí, el pueblo, ese sujeto social que el capitalismo quiere borrar, en el libro de Garat está vivito y cantando.

Publicado en el semanario El Eslabón del 30/11/24

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