También los adultos mayores tienen necesidades, deslizó el subcomisario a través del tubo, y agregó, nada grave, pero venga lo antes posible este no es un buen lugar para su padre. Siempre pensé que mi viejo viudo no iba a durar. Pero ahí estaba, con su obstinada genética, rechazando el paso del tiempo. Parecía inmune al envejecimiento excepto por el bigote ralo y entrado en canas. Sin embargo, nunca lo hubiese imaginado en esta situación. De repente los papeles se invertían y ahora me tocaba a mí resolver sus problemas. Siempre tuve claro que pertenecía a esa clase de tipos que la angustia los devora por dentro hasta dejar un envase vacío. Setenta años sin una mancha y ahora, detenido.

El mensaje del subcomisario me puso en marcha. Ni bien pisé el edificio un temor sangriento me erizó la piel. Los presos gritaban y se quejaban, la humedad y la oscuridad del lugar estaban tan presentes como el olor a meada. Mientras subía la escalera hacia el despacho del subcomisario repasaba la cronología de sus últimos años. La historia era una más entre tantas. Después de enviudar, se recluyó en un geriátrico por decisión propia argumentando que la casa le daba mucho trabajo. Sin más resolvió alquilar la propiedad y pagar la cuota de un geriátrico. No tuvo problemas para adaptarse, al contrario, lo notaba más contento, hablaba con la gente, hacía amigos y amigas y se llevaba bien con el personal.

Voy a salir por un momento del relato para aclarar mi situación. Porque es necesario, porque necesito tomar aire y porque la genética familiar me enseñó que los recuerdos no son inmunes al paso del tiempo. Fijar esta historia a través de un texto es la mejor manera de seguir adelante sin ser aplastado por su peso.

Otro fin de semana me agarraba durmiendo de prestado en el sofá de mi tía. Era, además, fin de mes, casi fin de año y la botella de whisky había muerto sobre la mesita ratona junto a este texto. Octubre es de esos meses que tiene más semanas que sueldo y éste, en particular, se había disfrazado de cenas con amigos y salidas para esquivar el mal trago de un divorcio imprevisto.

Sonó el teléfono. Si despertar fue difícil, salir del sillón fue peor aún. Miré el celular, anoche le escribí al viejo y todavía no me respondió, era mi hermana, que una vez al mes se acordaba de que tenía familia.

—El viejo no es tan estúpido como para ir a cagar con el teléfono encima. Ya te va a contestar, se debe estar bañando.

Hubiese deseado dormir unas horas más, hubiese deseado abandonar esta historia y, sobre todo, hubiese deseado que la botella de whisky no estuviese vacía.

Mientras preparaba el café volví al texto. Lo releí. Me quedé con esa idea en la cabeza y comencé a darle vueltas. Viene bien, pero le falta algo, me dijo Andrea cuando lo corregimos en el taller. Luego graficó la situación con una metáfora etílica: a un buen vino solo le podés echar más vino. El tema es que, por mucho que buscase, parecía no haber una gota de alcohol en todo el departamento. Yo, en cambio, prefiero la metáfora del iceberg, quizás porque es mucho más fácil hacer hielo. Necesitaba, entonces, sujetar el relato a una historia más pesada, a una masa oscura y profunda, una historia invisible que no necesite salir a flote para marcar su presencia. La historia que buscaba estaba fuera del relato, pidiéndome ayuda en silencio, sin dar pistas. Siempre había estado ahí, preparándome el café para verme cinco minutos mientras saltaba de una escuela a la otra. La clave de la historia es mi viejo, por eso recién ahora me siento a escribirla.

Andrea me puso una deadline, sabe bien que trabajo mejor bajo presión. Decidí armar el texto como si fuese el entramado de un pullover a rayas e ir tejiéndolo pacientemente.

… El subcomisario me recibió en su despacho. Ahí estaba mi viejo, en un rincón, desorientado y asustado como un chico en penitencia. Al principio no me reconoció, luego se acercó y se pegó a mí como nunca. Se acercó por inercia y se aferró sin sentir la decepción en mi mirada. Es cierto, no es la primera vez y probablemente no sea la última, pero durante el último año ha tenido algunos lapsus, o deslices, como le gusta decir a su psiquiatra, nada grave, sin embargo, sus pequeñas e inofensivas incursiones nocturnas, me han llevado de la cama a la comisaría más de una vez. El subcomisario prefiere llamarle conducta indebida, no se anima, por el momento, a llamarlo acoso. Quizás porque conoce el caso, o quizás le importa demasiado poco, sea cual fuere la situación, percibí enseguida que esta vez era diferente. Mi decepción fue cediendo paso a la angustia. Seguía desorientado, seguía con miedo, y seguía acercándose hasta casi pisarme. En ese momento entendí que no reconocía ningún tipo de señas, códigos, ni convenciones sociales, estaba completamente al margen. No supo que era su hijo hasta la mañana siguiente cuando me despertó insistiendo que lo llevara al geriátrico. Le dije que quería pasar el fin de semana con él, para ganar tiempo. El subcomisario había sido tajante: señor Matías, deberá usted buscarle otro lugar a su padre.

Lo dejé viendo una lista de reproducción de partidos viejos de Central y me fui al geriátrico a buscar sus cosas. No hubo una señora que no me preguntara por él. Las porteras, que también lo querían, habían preparado una bolsa con sus pertenencias. La administradora del lugar me dijo que había cometido una falta grave y que no podían permitir que esto se supiera. Sin embargo, accedió a contactarme con otras instituciones.

La falta de vino me obliga a salir del texto una vez más. Por si no quedó claro, el personaje de esta historia es mi viejo, por eso, junto al vino, no puede faltar Central, no puedo faltar yo y mis comentarios, ni mi hermana, mucho menos mi vieja. Mi vieja es el contexto de la historia, el marco de la foto. Hablar de ella, es complicado, por eso la saqué del relato, pero ¿Qué es una foto sin un marco? Mi vieja fue diagnosticada de una enfermedad neurodegenerativa hace casi cincuenta años, cuando tenía la mitad de la edad que tengo hoy. Dicen que estas enfermedades suelen llevarse puesta a toda la familia, y es cierto, sin embargo, mi vieja, su alegría, y su calidez fueron siempre la única razón que tuve para volver a casa.

…Después de varias llamadas y entrevistas encontré dos geriátricos que se ajustaban al presupuesto. Luego de visitarlos me decidí por uno de ellos. Al llegar a casa mi viejo seguía viendo repeticiones de clásicos ganados. Lo encontré más animado y consciente. Al verme, volvió a pedir que lo llevara a su casa. Preparé un mate y haciendo oídos sordos me senté a su lado pensando cómo encarar la situación. Volvió a mirarme y, como quien no tiene tiempo que perder, dijo: me quiero ir a casa.

—Viejo, vos no tenés casa. Te volvieron a echar, ya van tres veces. El viernes a la noche anduviste de pieza en pieza, besando a las señoras del lugar. Hoy fui a buscar tus cosas, todas me preguntaron por vos, las porteras te dicen “el ladrón de besos”. Vos no eras así, viejo. ¿Qué te pasa?

Agachó la cabeza, con la vergüenza que tuvo siempre y, encogiendo los hombros dijo, buscaba a la vieja, la extraño. No la encontré.

Nota Final

Escribí este texto flotando sobre un sofá alquilado y con algo de alcohol encima, y siempre con la sensación de que el relato continuaría creciendo. Espero, Andrea, que el final breve y abrupto llene tu copa de vino, creo que es lo único que no escribí apurado. Quisiera recuperar algunas anécdotas significativas que tuve que recortar como el abrazo con mi viejo después de eliminar a Inglaterra en el 98. ¿Les conté sobre la noche del Pirulazo, cuando me esperó con el café y un abrazo a las dos de la mañana? Muchas cosas se me escapan, otras decidí incluirlas para poder olvidarlas y descansar tranquilo sabiendo que están en algún lado. La historia del ladrón de besos, empezó hace quince días en tu casa y me sirvió para ganar tiempo, pero el final se acerca y la última escena se me escapa.

 

Una mañana soleada de sábado me disuelvo en el paisaje primaveral tardío de finales de octubre. El catarro ansioso de la pick up del sodero me borra por completo de la escena. Los semáforos ceden el paso con una frialdad angustiante. No sé por qué, pero corro estrujando el puño de la moto. Siento una extraña ansiedad por cubrir la distancia. Algo no anda bien, no se siente bien. Acelero.

Me hubiese gustado seguir el relato como un sábado cualquiera, con mi viejo esperándome con el café y el diario. Me hubiese gustado que la ficción no tuviese que ver con la realidad, que todo fuese producto de mi imaginación. Que las luces de mi casa no estuviesen apagadas y que las ventanas me mostraran el interior. Que el vacío en mi memoria no se llenara con las palabras de los que me vieron abrir la puerta a patadas. Pero por sobre todas las cosas, me hubiese gustado que “el ladrón de besos”, el verdadero ladrón, o mejor, ladrona de besos, no fuese mi mamá abrazando con toda su alma el cuerpo sin vida de mi viejo.

Foto: Guido Bigiolli

Publicado en el semanario El Eslabón del 28/12/24

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