
Suelo venir a la iglesia Santa Catalina los días martes a la mañana luego de la caminata habitual que implemento desde hace por lo menos dos años, la fecha trágica en la que Sofía, mi ex novia, me dejó. Ella se fue, como se van las cosas más importantes: enterrando la semilla del recuerdo cada día un poquito más, haciendo que el olvido sea imposible. Sin embargo, mi psicoanalista Anais me recomendó salir a caminar porque en la recreación al aire libre se encuentra la posibilidad de dar vuelta la página. A veces creo que Anais hace lecturas muy sencillas y vacías de la vida, y no es que yo crea que lo sé todo o que no tengo agujeros en mi conocimiento de las cosas, pero puedo darme cuenta cuando los demás intentan ser indulgentes conmigo para enredarme en sus hipótesis sobre mí.
Me gusta venir a la iglesia antes de ir a trabajar al diario La Tranquera, el periódico más antiguo de Colonia Almirante Borges. No soy un católico practicante pero sentarme en los bancos de madera en la casa de Dios sin nadie a mi alrededor, un martes por la mañana, es una oportunidad que me doy para la meditación. De repente, unos taconeos de zapatos quiebran mi concentración. Me doy vuelta y veo a una mujer rubia. Se sienta a mi lado y saca un cigarrillo. Me invita uno y acepto, esperando a salir a la calle, pero ella se queda y lo enciende dentro de la iglesia. Le digo que no es muy prudente ponernos a fumar ahí, que mejor salgamos. Ella me responde que ya nadie visita este lugar, que estamos solos y que tenemos varios minutos para compartir dolores y pesares. Prendo el cigarrillo decidido a acompañarla y a dejar que otra voz tome mi lugar. Me dice que se llama Mónica y un remordimiento la está matando por dentro. Empieza a hablar masticando tristeza, mientras el humo nos envuelve y las cenizas caen sobre el banco de madera.
Con los pies embarrados y la lluvia amenazando con un tormentón a lo lejos, se subió a la lancha Ricardo Capitano, el padre de la iglesia de Santa Catalina de Colonia Almirante Borges, acompañado y despedido no sólo por las nubes oscuras y el silbido de los bichos en la madrugada, sino también por un grupo de hombres y mujeres que habíamos llegado hasta el borde del puerto del Río Ínaco en el que iba a embarcarse hasta cruzar la isla y llegar al aeropuerto, en donde se subiría al vuelo del 24 de noviembre de 1956 a las 6.15 con destino a Italia. Dejaría su patria luego de 56 años, y hacer eso, a esa altura de la vida, era mucho más que una proeza física: también significaba su salvación.
Una de las parejas allí presentes, cuando vieron subir al padre a la lancha, se largaron a llorar. Capitano se dio vuelta para mirar antes de despedirse, pero sólo atinó a ponerse la capucha del pilotín sobre la cabeza, cuando un mechón blanco se vino sobre su cara, tapándole la visión. No se acomodó el pelo. Uno de los hombres les hizo el gesto de silencio a la pareja para que se callaran. En el grupo había caras de preocupación, y las linternas alumbraron con el lente hacia el pasto para camuflarse enteramente con la noche. Mi marido, Andrés Argentino Vilas Corral dijo: “Tranquilícense, por el amor de dios”, vestido con un pantalón blanco, una chomba rosa, una gorra deportiva y zapatos embarrados, mostró su liderazgo ante esa mínima muchedumbre allí reunida.
—Ya terminamos, por favor, colaboremos –le pedía al grupo.
Yo, Mónica Saralegui Bustos de Vilas Corral, visiblemente nerviosa, me toqué un bolsillo de la campera mientras buscaba con la mirada a mi marido. Él no me vio. La pareja, al ver que el padre Capitano se acomodaba en la lancha y saludaba al conductor, se largó a llorar. Esta vez fueron todos quienes hicieron un ¡shhh! generalizado, buscando el silencio de ambos. No me quedó otra que tomar la iniciativa: basta de papelones, dije, sacando del bolsillo de la campera una pistola. Cuando hice eso, todos los presentes se escandalizaron y gritaron levemente, aunque cualquier ruido podía poner en peligro la huida. Andrés, mi marido, se sacó la gorra y con sus manos la agitaba como si fuera una bandera pidiéndome que guardara el arma. “¿Qué haces pelotuda? ¡nos van a descubrir!”, me decía mientras el cura se persignaba arriba de la lancha.
Andrés le recordó a la pareja que si querían seguir viviendo en el barrio privado de Colonia Almirante Borges iban a tener que formar parte de esto hasta el final, que no sean buchones, que por todo ese berrinche pondrían en peligro toda la reputación de la ciudad, y que él –como empresario turístico– perdería mucha plata, y no podía darse ese lujo. “Si ustedes quieren seguir estando a la par nuestra, van a tener que olvidar lo que pasó y empezar de nuevo. Si no, van a tener que agarrar sus cosas e irse, pero si algo de esto se llegara a saber, ustedes también serán culpables por haber participado de este escape”.
Cuando mi marido terminó de hablar, guardé la pistola. Alan, uno de los integrantes, se rascó el bigote y empezó a mover la cabeza como queriendo separarla del cuello, inclinándola bruscamente hacia la derecha del hombro indicando que algo se acercaba.
Mi marido giró y se tranquilizó con lo que vio. Fue el único que estuvo sereno ante esta nueva aparición, y usó nuevamente su gorra como bandera para hacerle seña a la lancha de Prefectura que se acercaba. Saludó a los dos prefectos a bordo y les hizo señas con las manos. Los dedos índice dibujaron giros adelante de la cara de las fuerzas de seguridad recién llegadas. Uno de los tipos le hizo la venia a Andrés y retomaron el rumbo de la lancha por dónde habían venido.
Andrés se dirigió al cura diciendo: “Todo listo Padre. Los muchachos lo van a guiar. Tenga buen viaje. Gracias por todo”. Al terminar de decir la última frase mi marido se dio vuelta y miró a la pareja, que estaban parados uno al lado del otro, con los ojos extraviados, parecían dos palos firmes. De a poco, los integrantes del grupo nos retiramos del lugar mientras los grillos retomaban su cantar. Pero la pareja seguía ahí, y a lo lejos la lancha de Prefectura se alejaba, haciendo olas espiraladas, en la noche.
Publicado en el semanario El Eslabón del 15/03/25
Foto: Ro Pumar
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