En la mañana de aquel 27 llegó la más inesperada y triste de todas las noticias que uno hubiera podido imaginar. La mezquina batalla entablada por los medios hegemónicos y la oposición gorila contra el gobierno nacional hacían prever que esa jornada estaría atravesada por titulares e informes lapidarios consignando el fracaso del Censo 2010, su inoportuna realización, más de lo mismo que ya se venía mascullando desde esas envenenadas trincheras.
Qué chiquitito quedó todo eso cuando en centenares de miles de hogares se escuchó o se leyó, en titilantes y enormes caracteres televisivos, que Néstor había muerto. No podía ser. Una broma de pésimo gusto, acaso la hilacha más hedionda de Héctor Magnetto, que ya andaba mostrando mucha pilcha raída.
Pero al cabo de unos instantes la verdad y el desconsuelo abofetearon sin piedad a millones de personas. Mudos, desconcertados, con miradas acuosas y lenguas secas, las gargantas estranguladas por el estupor, comenzábamos a transitar los primeros tramos de un profundo dolor.
Lloré, claro, y mi hija más chica, que tenía casi 11 años, me consoló diciendo: “Bueno, papá, ya vas a ver que se te va a pasar”. La miré, la abracé, seguí sollozando un poco, y le dije –seguramente con otras palabras– que tenía razón, que después de todo él nos había regalado tantos momentos gloriosos y habíamos recuperado tanto la esperanza de volver a tener Patria y un proyecto de Nación, que lo mejor era recordarlo con alegría, sin poder evitar el dolor, pero con la felicidad de saber que éramos custodios de ese legado liberador y desafiante ante adversarios tan poderosos.
Sin embargo, mientras le decía esto a Malena, no podía evitar que vinieran a mi cabeza los rostros de los crápulas que a esa hora estarían brindando y celebrando la partida del tipo que se les plantó como nadie desde Perón y Evita para decirles que ya no, que desde ese instante casi mágico –en realidad, tremendamente político– en que el ex bañero de Banfield le calzó la banda y le entregó el bastón de mando, no podrían depredar a piacere los bienes del Pueblo, y que se venían tiempos de redistribución de la riqueza, de retomar el sendero trunco del primer peronismo, de inclusión social, de desarrollo y trabajo digno, y tanto más, tanto más…
Gorilas irredentos, financistas sin escrúpulos, políticos abyectos y claudicantes, empresarios chupasangre, milicos culo sucio, jerarcas eclesiásticos que advertían en él la voluntad de no darles más explicaciones, sus caras, y lo que yo imaginaba serían los gestos y las voces de todos ellos regocijándose ante la muerte del líder enemigo –son ellos, siempre fueron ellos los que vieron en nosotros un enemigo–, me hicieron recordar el amargo relato de mi vieja, cuando me contó que había gente que escribía en las paredes “Viva el cáncer”, conocedores de que Evita padecía ese mal que se la llevó cuando todavía faltaba tanto por hacer a favor de sus cabecitas negras, de sus descamisados.
Pensé si no sería muy cruel contarle a mi hijita esa anécdota que refleja hasta dónde fueron capaces de llevar el clímax de su odio los enemigos del Pueblo. Pero sacudí un poco mi cabeza embotada por esa otra muerte prematura, la de Néstor, y compartí con mi nena ese capítulo del horror protagonizado por un puñado de insensibles que representaban a muchos que lo pensaban pero no se animaban a expresarlo en público.
Me escuchó atentamente mirándome fijo a los ojos, sin pestañear. En medio de mi relato, sólo me interrumpió para preguntarme, con cierto gesto incrédulo: “¿En serio, papá?”. Le dije que sí, y cuando terminé de contarle todo y me quedé en silencio, dejó pasar unos segundos y disparó una pregunta: “¿Y quiénes eran esos que escribían «Viva el cáncer?». Le respondí que era gente anónima, que no eran conocidos, pero que las pintadas estaban, fueron fotografiadas, y la llevé hasta la computadora, y busqué esas fotos, que observó callada.
Cuando terminamos de ver ese registro de la sinrazón, de odio finisecular, de horror sin límites, y yo ya empezaba a moquear de nuevo, Malena me abrazó fuerte y me dijo, al oído, despacito, casi susurrando: “Papá, pensá que los que escribieron eso hoy no son nada, y a Evita la conozco hasta yo, que no entiendo nada”. La agarré de los hombros, para separarla un poco y mirarla bien, y la volví a abrazar, mudo, pero ya decidido a recordar a Néstor con alegría, con pasión, agradeciendo eternamente a ese intrépido pingüino que haya tenido el coraje necesario para cambiar la Historia.