La influencia creciente de los medios hegemónicos sobre el humor social está lejos de ser noticia y no merece mayores comentarios. Pero el abuso de la violencia simbólica sin límites, la manipulación y la extorsión por parte de los voceros de los poderes fácticos está a punto de convertirse en un problema de salud.
“Tengo una madre mayor. Todos los días me llama preocupada, asustada. Se va a acostar preocupada. Y yo le digo ‘basta mamá’. Los médicos le han prohibido ver noticieros. Con esto te digo todo”, señaló el actor Guillermo Francella. Y su reflexión, en realidad una queja expresada con preocupación, plantea hasta qué punto el daño social que inflingen ciertos medios hegemónicos al servicio de los poderes fácticos podría, acaso, llegar a convertirse en un problema de salud pública.
El poder de manipulación y control social a través de la palabra escrita nació con los pictogramas de los Sumerios, o quizás antes, con las incisiones realizadas en las cuevas y las pinturas rupestres. En lo atinente a la oralidad, el nacimiento de la dominación a través del discurso podría coincidir, tal vez, con los primeros sonidos articulados del Homo Sapiens.
Pero más allá del origen de estas estratagemas, llama la atención cómo los medios hegemónicos fuerzan día a día sus propios límites en la utilización de prácticas maliciosas y violentas que influyen en forma decisiva no sólo en el humor social, concepto colectivo y lábil, sino en el estado de ánimo individual, íntimo, de las ciudadanas y ciudadanos, a los que se condena, no sólo a la confusión y la desinformación, sino también a la angustia y el desánimo.
Se somete a la ciudadanía a una angustia y una desazón muchas veces injustificadas, inducidas, que no nacen de los propios y genuinos problemas de la persona, ni de sus vivencias particulares, sino que les son instiladas.
Los medios hegemónicos al servicio de los poderes fácticos logran una operación perversa, una suerte de alquimia social tan notable como destructiva. Logran que ciudadanas y ciudadanos comunes sientan como propios problemas que les son ajenos. Y además, con los problemas reales, que existen, y que sí atañen a la vida cotidiana de la gente (la inseguridad, la inflación) también realizan una alquimia perversa: desinforman, tergiversan, mienten, confunden y mezclan causas, efectos y responsables. Y sobre todo, sacan de contexto, transfugan contextos que no son los que permiten entender el problema, o borran directamente la idea de contexto.
Todo lo simplifican y esta es la forma más perversa y persuasiva de la mentira. Las sociedades son complejas y sus problemas lo son más aún. Los medios hegemónicos, y en especial el Grupo Clarín y el diario La Nación, convierten la complejidad de la vida en melodrama, en película de terror o de acción, de mala calidad.
Generalizaciones excesivas, ataques personales, ridiculización y estigmatización de los que piensan distinto, y la definición tajante y amenazante de un “nosotros” contra un “los otros”, que ya ha tenido consecuencias trágicas, son sólo algunas de sus prácticas abusivas más utilizadas. Las comparaciones forzadas y la reiteración, insistente, machacona, de un mismo mensaje, con la intención de crear “efecto de realidad”, son asimismo recursos retóricos muy utilizados por los medios hegemónicos.
La manipulación no actúa sobre víctimas pasivas e inocentes. Trabaja sobre las debilidades, las miserias y los complejos de ciertas porciones del público ávidas de esa ideología. El odio y el resentimiento propalado valida a estos sectores, los confirma y refuerza su sentimiento de pertenencia a ese “nosotros” que es, por definición, superior a “los otros”.
El sensacionalismo busca la respuesta emocional del receptor: miedo, odio, angustia, indignación moral. Todo se exagera, se ridiculiza, se fuerza la realidad para hacerla entrar, a los golpes, en los estrechos moldes de los intereses económicos de las elites dominantes cuyos intereses representan.
A esto hay que agregarle sobredosis de cinismo e hipocresía. Los medios que militan por los poderes fácticos no son militantes, sino “objetivos” e “independientes”.
Buscan el impacto fácil. El desprecio por la inteligencia de su audiencia, que está en el ADN de sus productos y es su seña de identidad más clara, lo han llevado a límites intolerables. La violencia simbólica ejercida por los medios hegemónicos destruye la idea misma de argumentación, de pensamiento, de razonamiento. La morbidez de estas prácticas también afecta a la democracia, que se nutre de la discusión, la argumentación y las razones.
Para pensar este forzamiento de los límites de sus propias estratagemas de manipulación se pueden plantear provisionalmente, y a manera de pregunta, varios escenarios. Por un lado, la embestida de las corporaciones y la derecha en toda América latina, que tiene al frente mediático como una de sus armas más efectivas. En ese marco, el surgimiento de gobiernos postneoliberales, con la consiguiente emergencia de una alternativa real y concreta, los deja sin argumentos (no convencen a nadie) y los empuja al uso de la violencia, simbólica y de la otra.
Una buena definición del grupo Clarín, que se puede hacer extensiva a otros medios hegemónicos, aparece en un cable de la Embajada estadounidense develado por Wikileaks. En el documento se describen las reiteradas torpezas y la falta de profesionalismo del diario, pero finalmente se concluye que “más allá del periodismo que practica, el Grupo Clarín da para hacer buenos negocios”.
Este es otro escenario posible para plantear el problema: cómo desde los medios hegemónicos intentan cada día destruir la calidad del producto, y de un oficio, de un trabajo, de una profesión. Cada día atacan y desconocen las reglas básicas que todo trabajador, de cualquier rubro, conoce y utiliza en su labor.
Es que a partir de esas reglas, que incluyen una ética, cada trabajador define aquello que, en su rubro, es un trabajo bien hecho. Un carpintero sabe bien cómo tomar un serrucho y un trozo de madera para hacer un buen corte, por ejemplo. Un trabajador de la comunicación sabe cómo construir una noticia, cómo manejar las fuentes y cómo presentarla, decirla, redactarla, publicarla. Es parte del trabajo. Y del orgullo y la dignidad del trabajador.
Los medios hegemónicos han barrido con estos valores atinentes al mundo del trabajo. Por eso, los medios alternativos, cooperativos o autogestionados son hoy la única alternativa que tiene la ciudadanía para estar informada. Y constituyen, además, una suerte de antídoto contra el veneno instilado por los medios tóxicos y sus prácticas que enferman. En los medios no hegemónicos, alternativos, cooperativos o autogestionados, se mantienen la preocupación, y el orgullo, por el trabajo bien hecho.