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No había terminado el 19 en la Tierra, tampoco había empezado el 20, cuando desde el lado luminoso del satélite que tenemos más cerca, el Negro querido, el que nos hacía reír, le dice al otro Negro sabandija: “Mirá, estos yanquis vienen por todo. ¿Pero sabés qué?, le podemos hacer un partidito”.
“Ellos son tres, así que nos falta uno. ¿Vos te amigaste con Becerra?”, le pregunta Olmedo a González. “Sí, acá somos todos amigos. Y allá, después de los clásicos, también”, responde el lateral que más partidos disputó con la camiseta canaya en la historia. “Bueno –insiste el cómico–. Decíle que juegue, si se anima, y hacemos un tres contra tres. Fijate que por ahora ellos son dos, pero hay un tercero que seguro se quedó cuidando el Apolo. Claro, se enteró que estamos nosotros y tiene miedo que le afanemos el pasacaset. Que vengan, le vamos a hacer un desafío: el que gana se queda con la luna, o por lo menos planta la bandera, y si querés decile a Becerra que le ponemos, aparte de los colores de la enseña patria, azul, amarillo, rojo y negro, así no se enoja”.
“Ah, y el pan y queso dejamelo hacer a mí –dice Olmedo–, que a mí no me van a pizarrear tan fácilmente. El pan y queso para elegir el arco, o ciertas condiciones, porque el equipo ya lo tenemos armado”.
En ese momento, Olmedo se sorprende y le dice al otro Negro: “Mirá, fijate quién viene allá. Viene alguien saludando. ¡Uh!, no sé si alegrarme o ponerme triste, pero es Roberto, el Negro Fontanarrosa. ¡Ahora sí, ahora somos más que ellos, somos locales otra vez! Y vamos a cantar porque eso se impone, más allá de nuestras rivalidades. Vamos a cantarle así se pone contento, mirá cómo sonríe. Dale, vamos a recibirlo como se debe, como lo recibíamos en la cancha: ¡el cielo es de Central, el cielo es de Central. De Central, el cielo es de Central!”