Marcelo juega arriba, de delantero. No es muy habilidoso pero se defiende bastante bien en el área de enfrente. Al ser grandote es muy difícil que le quiten la pelota y se saca de encima a los defensores como si fuesen muñecos. Este año, incluso, metió varios goles, muchos de ellos importantes, y puede que termine en lo más alto de la tabla de artilleros.
En un partido contra los santafesinos, allá en la capital provincial, Marcelo definió sobre la hora y de emboquillada, dejando pintado al arquero. Después me contó –porque yo esa vez no pude viajar– que en la tribuna de atrás del arco estaba su vieja, que se había ido hasta allá a verlo, y que se lo dedicó señalándola con el dedo primero, y tirándole un besito después. Y también que cuando salió de los vestuarios, y antes de subir al micro que los traería de vuelta, alcanzaron a hablar unos minutos y se abrazaron fuerte. Muy fuerte.
Fue la primera vez que lo escuché a Marcelo hablar de su madre. Sí me había contado que el padre había muerto hacía varios años y que, cuando eran chicos, se había cansado de fajarlos de lo lindo a él y a sus hermanos.
Varias veces me habló de sus propios hijos, Luciana y Ciro. Ella de 13, flaquita, de ojos profundos como la madre, y que acababa de rendir bien el exámen de ingreso al Superior de Comercio. Y él, de 11, menudito, zurdo y gambeteador. “Nada que ver conmigo”, me acuerdo que dijo entre risas.
Me contó que los fines de semana va a lo de la madre, donde se junta toda la familia, que son como 20, y que cuando puede va a ver a Central. Que le gusta mucho el Equi González, por su gambeta endiablada y su obsesión por ir siempre para adelante, y que Pizzi es un animal salvaje. “Si juega así con un riñón menos, imaginate lo que sería si tuviera los dos”, sentenció.
Y una noche, que nos encontró mano a mano después de un entrenamiento, me habló de Malvinas. Me confesó que lo que más recordaba era el ruido de los aviones, el zumbido de las balas y el color y el olor de la sangre. Pero sobre todo, el silencio después de las bombas. “Un silencio que aturdía”, susurró. Me habló de la culpa que lo perseguía y atormentaba por haber visto a un compañero estaqueado y no haber hecho nada, y de las veces que se despierta en la oscuridad húmeda de las trincheras y se vuelve a cagar de frío y de miedo.
Y también me habló, y ahí se le iluminó la cara entera, de Ana, la doctora, de la que está recontra enamorado. “Es una morocha de piel blanquita con una risa de mil dientes que te contagia o te contagia”, me dijo. Y agregó, lenta y poéticamente: “Se me metió un día por el ojo derecho, desapareció por unos segundos y volvió a aparecer en el izquierdo. Desde entonces, cada vez que abro los ojos la veo, y cuando los cierro también”.
Ana trabaja hace una banda acá. El otro día la conocí y me contó que Marcelo hace 32 años que está, que no sale nunca, que nadie lo viene a visitar y que no tiene hijos. Ah, y que jamás estuvo en Malvinas.