Según el diccionario de la Real Academia, la expresión “paso de comedia” admite dos acepciones. La primera alude a un “fragmento de una obra teatral que se representa aisladamente”, mientras que la segunda refiere a un “lance o suceso de la vida real, que divierte o causa cierta novedad o extrañeza”.

Ambas vienen a cuento para caracterizar las intervenciones de dos monarcas en el VIII Congreso Internacional de la Lengua Española realizado, recientemente, en Córdoba.

Dos monarcas decimos, porque uno lo es verdaderamente, y se llama Felipe VI de España, mientras que el otro lo es en la práctica -ya que no en los atributos y el linaje- y se llama Mauricio Macri, presidente de la República Argentina.

Porque, ¿qué otra cosa, si no un paso de comedia, fue la participación de ambos monarcas en ese congreso, destinado a tratar aspectos y cuestiones fundamentales del español que se habla en tantas regiones del mundo?

Si un paso de comedia es un fragmento de una obra teatral que se representa aisladamente, podemos decir que Felipe VI y Mauricio Macri fueron a Córdoba para representar el pasaje de una obra escrita por cancilleres, académicos, ministros y embajadores de ambos países. Una obra que, aunque no tuviera las formas típicas de la comedia, contenía por cierto su sentido y su espíritu.

Pero si nos corremos de esa dimensión teatral que supone el término, y nos situamos en el plano de la vida real, podemos decir asimismo que se trató de un suceso que causó, igualmente, diversión y extrañeza.

Recordémoslo. Los monarcas hablaron en la apertura del congreso, instancia mayestática si las hay. Allí el rey de España aludió a un tal José Luis Borges, ignoto escritor en lengua española que debe haber confundido con Jorge Luis, el nombre del escritor argentino más célebre de todos. Está bien que no se puede esperar que Fernando VI conozca de literatura, artes y filosofía como si fuese un académico, pero desconocer a un autor de la lengua, cuyo nombre resuena constantemente en Europa, parece por lo menos un gesto de soberbia ignorancia, o de ignorante soberbia, que no se condice con su condición de rey de los españoles.

El presidente de los argentinos, por su parte, sostuvo en esa ocasión que “imaginemos si acá los argentinos hablásemos argentino y los peruanos, peruano, y los bolivianos, boliviano, y necesitásemos traductores para hablar con los uruguayos”. En consonancia con lo que indica el diccionario, en su caso el paso de comedia provocó extrañeza y diversión en igual medida.

La imaginación presidencial sorprendió por lo extravagante tanto como por lo hilarante de sus afirmaciones. Lo extravagante se debió a que, evidentemente, el presidente de los argentinos supone que las lenguas provienen de los gentilicios: los peruanos deberían hablar peruano, los bolivianos, boliviano, y así siguiendo. Ignora, el señor presidente, que las lenguas no provienen de los gentilicios, y que incluso las cosas pueden ser exactamente al revés.

También ignora el señor presidente importantes cuestiones históricas. Los habitantes de Perú, de Bolivia, de Uruguay o de Argentina anteriores a la llegada de los españoles, no hablaban ninguno de los inexistentes idiomas que él menciona, y hablaban, en todo caso, una importante variedad de lenguas autóctonas, que los españoles acallaron por medio de la fuerza.

De manera que postular que los argentinos podríamos hablar argentino, los uruguayos, uruguayo, y así siguiendo, no es más que un supino disparate histórico, cultural y lingüístico. Por ello, también a él le caben las mismas consideraciones que a su colega Fernando VI, porque uno puede entender que un presidente ingeniero, o un ingeniero presidente, no pueda saber de cosas tan alejadas y extrañas. Pero que las exponga con tamaña convicción y firmeza, en un congreso internacional de la lengua española parece, también en su caso, algo que no se condice con su condición de primer magistrado de nuestra república.

Sin embargo, y más allá de la risa que los dichos presidenciales puedan provocar, hubo algo en ellos que, en vez de risa, sólo puede generar malestar y rechazo. Nos referimos al sentido de genuflexión que tuvieron sus palabras en relación con el rey de España, y con la historia de España en nuestro continente.

Porque el presidente Macri celebró, sin ambages, la colonización española de nuestros territorios. Sostuvo, precisamente, que si en el extremo sur del continente no hablamos una mezcla de lenguas que exigirían traductores (en una pésima y bizarra versión del mito de la torre de Babel), ello se debe a la lengua española, que vino hasta acá con el fin de unirnos.

Así, el monarca argentino celebró la colonización de estas tierras por parte de España. Colonización que no ha cesado, a pesar de la Revolución de Mayo de 1810, porque después de ceder el dominio de estos territorios a los ingleses en el siglo XIX, España regresa, en plena era de la globalización, a recobrar sus dominios, aunque de otras maneras y por otros medios.

El neocolonialismo español sobre nosotros se realiza a través de dos vías importantísimas. Una es la del dominio económico y comercial, que desde hace unos cuantos años es ejercido por empresas hispánicas dedicadas a la explotación de los recursos naturales y a las finanzas. Y otra, quizás más decisiva todavía, es la del dominio cultural y lingüístico, practicado a través de instituciones como la Real Academia Española o el Instituto Cervantes, que tienen como clara finalidad sostener la homogeneidad (y la hegemonía) del español “oficial” en el continente,

Ese dominio cultural y lingüístico cobra valor estratégico en nuestros días, sobre todo cuando se piensa que el idioma español no sólo se expande, sino que incluso penetra, a escala monumental, el territorio mismo de la sede imperial, los Estados Unidos de América.

Por ello, la jocosidad que promueven las palabras de Macri se esfuma, cuando se piensa en el sentido más profundo, y decisivo, que poseen sus abstrusas palabras ridículas.

Dos siglos después de la independencia política de nuestro país respecto de España, el monarca que aquí gobierna viene a decirnos que deberíamos continuar siendo súbditos de la corona hispánica.

Y no puede decir otra cosa, porque su cabeza contiene el conjunto de creencias, valores y prejuicios que caracterizan desde siempre a la oligarquía vernácula, por más que adopte un nombre de Italia del sur, teñido no sólo por su fonética, sino también por su cultura mafiosa.

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