—¡Doña Chicha!— grité, o pensé gritando, no me acuerdo.
Fue de lo último que me acordé, la verdad. Cuando se me acabaron las opciones y la desesperación me ganaba, recién ahí me iluminé y pensé en ella. No del todo convencido de que sea la solución, debo admitirlo, pero tenía que jugar sí o sí ese partido, y los tiempos de recuperación no me daban.
Los médicos, todos los que consulté, me mandaron por la sombra. Todos, eh. Que no llegás, Luisito, que eso se ve muy mal, que casi no podés pisar. Andá a cagar, les respondía. El otro, un viejo doctor amigo de la familia, lo mismo: que ese tobillo no se desinflama ni con todo el hielo del glaciar Perito Moreno encima, y que el partido es demasiado importante para meter un jugador en una pierna. Váyanse a cagar todos.
Mi padre era de los que pensaban que las propiedades benéficas de la planta de aloe vera que había en el patio de mi casa eran capaces de curar todas las enfermedades del mundo, y desde unos días antes comencé a pasarme periódicamente. Y nada. Apenas se deshinchó, ni siquiera lo suficiente para que me calcen los botines, y el dolor no me daba tregua. Era tan grande el sufrimiento que las inyecciones del médico del club, y todo tipo de infiltraciones, no surtían efecto alguno.
Cuando me arrastraba hacia mi cama, lugar elegido para entregarme a la profunda tristeza que significaba perderme tamaño partido, me vino a la cabeza el nombre de doña Chicha, una vieja curandera del barrio a la que mi madre solía llevarnos de chicos, a mi hermana y a mí, para curarnos el susto, el empacho y cuanta enfermedad se cruzara por nuestros cuerpos, ya que su currículum era bastante amplio.
Con la poca fuerza que me quedaba, me levanté y salí, caminando a duras penas, en busca de su rancho, a la vuelta de mi casa. Y allí nomás la encontré, sentada frente a una salamandra a la que le estaba proporcionando unos palos secos. Golpeé las manos, porque de puerta tenía apenas una cortina, y sin mirar para atrás ni sobresaltarse, gritó: pase.
—Permisooo— me anuncié, estirando apenas la o— Hola doña Chicha, soy Luis, de acá a la vuelta— me presenté.
—¿Qué Luis?— seguía de espaldas a mí, encorvada aún.
—El hijo de la Teresa
—Ahaa, Luisito— me reconoció. —¿Qué le anda pasando mijito?
—Mire doña Chicha, usté sabe que a mi me gusta el fútbol y pasado mañana tengo un partido importantísimo. Y el tobillo a la miseria— le conté, obviando las recientes consultas con los médicos, sus enemigos declarados. Y después de un breve silencio, la apuré: —¿Se podrá hacer algo?
—A ver, muestremé. A ver qué podemos hacer con esa patita— me dijo con ternura, y se dio vuelta por primera vez.
***
Chicha era una doña de muy avanzada edad. De chiquilines le teníamos miedo, porque los más grandulones –sabiendo que tarde o temprano nuestras madres nos llevarían a su improvisado consultorio– nos la presentaban como una bruja. Pero el temor se iba a la primera visita, cuando te recibía con un mate cocido bien caliente, que enseguida se ganaba el cariño de la gurisada.
Por lo general, nuestras madres nos llevaban ahí para curarnos el empacho, cuyo procedimiento para diagnosticarlo consistía en medirnos con una cinta que iba desde la sanadora hacia nuestra boca del estómago, a una distancia de tres codos. Después de repetir tres veces la técnica, el tratamiento ancestral ingresaba en su etapa más crítica, para el implicado, claro. Si al finalizar el recorrido del brazo, la punta de los huesudos dedos de doña Chicha finalizaban en tu pecho, te salvabas; si alcanzaban la frente, estabas al horno, y pasabas a la siguiente instancia: “La tortura”. Te hacía acostar boca abajo en una cama de resortes, de colchón finito, tanteaba la espalda hasta dar con una vértebra, y una vez hallada te masajeaba con talco en forma de cruz, y te tiraba el cuerito con dos dedos de cada mano para “despegar” la indigestión.
Sus noventa y pico de otoños la retiraron cada vez más de la actividad, que ahora sólo ejercía en ocasiones de gravedad extrema. Para colmo, una de sus hijas más jovencitas –que había sido la elegida para recibir los conocimientos de ese ritual– prefirió otros rumbos para su vida, por lo que la especialidad en la zona fue desapareciendo. Es que la heredera de ese tipo de prácticas medicinales debía ser única, y recibía las instrucciones en una esquelita escrita a mano, que luego de leerla, releerla y memorizar cada uno de los pasos, debía desaparecer para siempre. Entre la falta de memoria y el desinterés, la hija parece que echó a perder todo.
Yo a Chicha la conocí vieja, pero ahora lo estaba mucho más. Y daba impresión. Tenía una especie de barba canosa en su puntiaguda pera, que se le veía más cuando estaba de perfil. Unas cancán muy rotas, alpargatas bordó y anteojos gruesos. Sus manos eran muy arrugadas, flacas, tanto que cuando me tocó el tobillo derecho le sentí más la falange que la carne. Casa humilde, piso de tierra y portarretratos con muchas fotos amarillentas y señoras con vestidos antiguos y peinados raros. Alguna de esas caras, seguramente, debió ser ella de muchacha. Y también tenía una chimenea poco efectiva, que dejaba todo el humo adentro.
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—Muy bien
—¿Eso es todo?
—No, sólo me tiene que dar la media, para seguir el tratamiento— seguía sin tutearme, a pesar de conocerme de toda la vida, casi.
—Bueno, bien. Justo le doy ésta que no es de las más sanas— le dije a modo de gracia señalando el agujero de la punta, casi tan grande que se confundía con el que se introduce el pié. Y enseguida, cuando miré sus cancanes rotosas, me dí cuenta que metí la pata.
—No hay problema, si no las quiero para mí— dijo soltando una risita, y ni se enteró de mi intento de chiste, ni mucho menos se sintió ofendida.
La vieja curó mi prenda, en lo que entendí, haciéndole señales de cruz. El proceso duró el mismo tiempo que su bostezo. Del olor a pata no me preocupaba porque el humo era capaz de sobreponerse al hedor de un perro mojado.
Me devolvió la media, me recetó que la use así como estaba, sin lavarla ni nada. Le dejé el paquete de galletitas por tres que te “cobraba” por cada consulta, y marché.
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El sábado a la madrugada me levanté al baño, y cuando cayó al inodoro el último chorro, me sobresalté: Estaba espléndido. No lo podía creer. Esa mañana, ni bien sonó el despertador que había puesto segundos después de mear, llamé al entrenador y le avisé que estaba a disposición. Al día siguiente, el de la final, me sometió a una prueba ni bien pisé el club, desconfiando de mi rápida evolución, y respondí perfectamente.
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Yo no sé qué carajo me hizo doña Chicha. Ella no trabaja con ninguno de los elementos de la medicina tradicional ni por asomo. ¿Le habrá hecho algún hechizo o algo a la media? Imposible, porque vi con mis propios ojos la operación. Lo cierto es que después de los festejos fui seleccionado para el control antidóping y dí positivo. A la vieja ni fui a preguntarle, a exigirle explicaciones, por temor a ofenderla. Que dicho sea de paso, no era para menos.
Logré convencer a los del club de mi inocencia y apelaron la decisión del Tribunal de Disciplina.
Los estudios de la contraprueba estarán en una semana. De ese resultado –y no el del partido, que ya lo ganamos con un derechazo mío, justamente– depende si somos campeones o no.