Yo no sé, no. Con Pedro nos acordamos que para ir a la escuela teníamos que cruzar las vías; que para cazar ranas de lo mejor teníamos que cruzar por el puente de Rivas y Avellaneda; que para conseguir pan hecho con horno de leña había que cruzar Biedma; que para para ir por las difíciles, me refiero a las figus, había que cruzar Francia hasta la plaza; que para conseguir mejor precio por unos metales (cobre y bronce) que habíamos cirujeado teníamos que cruzar Lagos hasta una chatarrería, y que para encontrarnos con unas pibas en unos bailes de carnavales tuvimos que cruzar todo Carlos Casado hasta el club El Pino.
Mi hermana y mis primas lagrimeaban cuando en la telenovela los protagonistas se cruzaban las miradas. Cuando empezamos a ir a la Florida, desde el sur, teníamos que cruzar toda la ciudad. Y cuando años más tarde la JP en una marcha de antorchas cruzaba el centro con Evita como bandera, era mucho más que un simple cruzar de calles.
Para principios de los 70, casi todos cruzaban algo por algo importante: para trabajar, para estudiar, para el río o el arroyo Saladillo, para el encuentro de esa que vivía en Fisherton o para cruzarnos con los del Puente Gallegos en una final en cancha neutral que se jugó en Tablada.
Mirá si habrá diferencias con estos que hoy nos gobiernan, que con su proyecto económico nos proponen como resultado un montón de desocupados, un tocazo de personas con los brazos cruzados. Por eso, me parece que hay que convencernos de que hay que volver a esa buena costumbre de cruzar, sorteando obstáculos, construyendo puentes, para juntarnos TODOS e ir a cruzar lo que sea, en busca de nuestros sueños. Los dos, volviendo a casa, miramos para el lado del difícil –por sus diagonales– Carlos Casado, tratando de recordar por dónde habíamos cruzado esa noche de carnaval al encuentro de aquellas pibas.