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A Lato Ferrarón, Amarú Luque, Pepo Briggiler,
Adriana Estévez y Graciela Koatz, in memoriam.
Cuando la muerte
no es algo lejano, ni natural
–porque lo natural, a esa edad,
es que se vea bien lejos–
algo se trastoca.
Algo altera el orden –¿natural?–
de las cosas, haciendo
que todo permute su lugar.
Ellos tenían la muerte cerca,
todos los días,
o día a día. Y la miraban,
con los ojos grandes, bien abiertos,
sin miedo y sin angustia.
Sabían que era una contingencia más,
y no daban por ella más
que lo que darían por la misma vida.
No temían morir, porque vivir
sin muerte, para ellos, no era
vida.
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No eran por ello tanatófilos,
cultores de la muerte. No amaban la ausencia
de la vida sino su presencia plena,
mayestática. La muerte, así, aparecía
en toda su crudeza como un evento
inevitable, sin ser por ello trágico.
Podía ser, por el contrario, tolerable,
–incluso amigable– mirado en su faz
instrumental: la muerte, la propia,
o la del enemigo, no era más que un medio,
un pasaje, un pasaporte,
para arribar a un mundo nuevo,
a un hombre nuevo,
a un tiempo nuevo,
que estarían hechos, naturalmente,
con todas esas vidas segadas
por la muerte.
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La muerte, entonces, no era muerte.
O no era aquello que suele entenderse
como muerte:
la negación, la ausencia, la falta,
el vacío.
Y aunque muchos de ellos habían sido
criados en una vida religiosa,
hacían de la muerte una potencia,
una fuerza vital que transformaba
las cosas de raíz,
sintiéndola no como una negación
sino una afirmación alegre, absoluta.
La afirmación de una vida nueva,
más justa, más digna,
más humana.
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Tenían, de tal modo, una mirada alegre
en medio de una vida alegre. No significaba
eso que fuesen negadores, alucinados jugadores
que apostaban sin medir las consecuencias.
Pero la cercanía de la muerte, su inminencia,
jamás representaba un obstáculo, ni aún menos
un temor capaz de hacerlos desistir
de sus propósitos.
La muerte no era más que un acicate, un desafío,
que los llevaba a buscarla para sentirse, así,
más vivos cada día.
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Murieron, en consecuencia,
del modo en que vivieron. Solos,
acompañados únicamente por sus ideales.
Y aunque no haya habido,
en ese momento ni manos ni voces
fraternas abrazándolos,
aquí están, hechos carne, presencia,
aliento cierto,
en esta memoria inclaudicable
que, pese a todo,
los sigue manteniendo vivos.