El señor P –llamémoslo así, puesto que la inicial puede pertenecer tanto a un nombre como Pedro, o a un apellido como Pérez, por no mencionar otros nombres como Pablo, Pascual o Patricio, o apellidos como Peña, Pacheco o Palacios, lo cual permite imaginar la amplitud potencial de su alcance– vivía en un país latinoamericano.

Ese país quedaba cerca de la Cordillera de los Andes, lo cual le brindaba una particular fisonomía.

Sus tierras eran más bien secas y áridas, y su clima oscilaba entre el frío de las noches en invierno, y el calor del día donde el sol irradiaba su luminosidad absoluta.

El señor P no vivía en una ciudad sino en medio del campo, donde tenía sus propiedades. Había heredado esas tierras de sus mayores, que descendían de antiquísimas familias de colonos blancos, y jamás hubiera pensado en abandonarlas.

De manera que todo lo que él era –su ser mismo, por decirlo filosóficamente– estaba signado por ese lugar. Por el clima, que había templado su espíritu desde niño, por los frutos de esa tierra, que él acopiaba y comerciaba incrementando incesantemente su patrimonio, por sus hijos, que seguramente se quedarían en ese sitio para perpetuar el dominio familiar sobre todo lo que allí había, y por los indios, que eran quienes allí trabajaban.

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Los indios formaban parte del universo del señor P de manera extraña. Cuando por la mañana, después de levantarse, salía a su finca para controlar que todo estuviese donde debía estar, y que todo funcionase como debía funcionar, parecía no verlos. O, por lo menos, no reparar en ellos.

Pasaba entre esos servidores –para él meros sirvientes– sin saludarlos, y solamente abría su boca para espetarles alguna orden escueta.

En su cabeza, esquemática y ciertamente binaria, aquellos indios parecían no tener cabida. Al menos, en un sentido positivo, porque si de algún modo estaban presentes lo era como pura negatividad.

Los indios eran las no-personas, los no-sujetos, los no-humanos. Eran, simplemente, animales, o cosas.

Y con las cosas, o los animales, el señor P sabía muy bien que no se podía hablar. Menos aún, comunicarse.

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Sin embargo, había un lugar en esa cabeza donde las cosas se mostraban de otra manera. Ese lugar era el de los sueños que la asaltaban por las noches.

Desde hacía años –¿cuántos?…muchísimos, ya que ello ocurría desde que el señor P era un joven o quizás un niño– soñaba, indefectiblemente, con los indios.

Soñaba que era uno de ellos, pero no uno cualquiera. A veces era un jefe, un cacique. Otras un chamán, o un anciano venerable.

Lo cierto es que soñaba con que era un indio poderoso –tanto como lo era él en la realidad– que formaba parte de ese mundo abominable.

Así, en esos sueños, el señor P disfrutaba de los manjares y frutos que comían los indios, bebía hasta emborracharse con la chicha que ellos tomaban, y hablaba en su lengua, que también en el mundo real desconocía.

El paroxismo, el momento culminante de esos sueños estaba dado por una escena que, fatalmente, representaba su conclusión tanto como su punto más álgido. En esa escena el señor P tomaba a una india joven, de formas perfectas, y la poseía con frenesí, con delirio, con desesperación.

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La recurrencia de esos sueños era, para el señor P, un enigma insoluble. De día parecía olvidarlos. Se levantaba temprano, muchas veces al amanecer, y entonces su cabeza se ocupaba tan sólo de lo que le concernía de forma directa.

Salía de la casa temprano, y se ponía a supervisar lo que ocurría en la finca. La precisión en la siembras cuando era época, la eficacia en las cosechas al llegar su tiempo, la atención y la comida de los animales, de los que se extraería la lana o la carne.

Los indios, allí, no tenían importancia. Ni siquiera presencia, porque el señor P pasaba delante de ellos sin verlos. O, si los veía, la visión le provocaba de inmediato un profundo rechazo. Un asco.

Pero de noche, inexplicablemente, esos seres anónimos y oscuros reaparecían en su cabeza mientras él dormía.

Reaparecían familiares, cercanos, puesto que compartían con él sus exquisitos manjares y sus bebidas excelsas.

Y reaparecían, sobre todo, para que una india joven, de piel tan opaca como atractiva, lo sedujera con unas artes amatorias que jamás hubiera pensado que existirían.

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Así transcurrían los días y los años del señor P, a quien el tiempo iba cambiando sus rasgos.

Ya estaba viejo, sin que ello afectara ese curso regular y ordenado donde se extendía su vida.

Lo que ocurría fuera de la finca –lo que ocurría en eso que la gente denomina el mundo– no lo rozaba siquiera.

Sabía que, desde hacía un tiempo prolongado, el gobierno del país había quedado en manos de un indio como esos que lo rodeaban en su finca.

Ese hecho le parecía no sólo la encarnación misma del mal, sino además de la indecencia. El señor P había sido criado en los preceptos de la religión católica, en su canon moral de buenas costumbres, y por ello le parecía el colmo del descaro que un indio gobernase.

Pero nada de eso lo afectaba. Para él, la vida continuaba siendo la misma de siempre, que no era tan sólo suya, puesto que era también la de sus padres, sus abuelos, y la del infinito linaje que le había dado finalmente existencia.

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Hasta que un día, o mejor dicho, una noche, el señor P soñó nuevamente. Pero ahora, para su sorpresa, para su angustia, para su terror, algo había cambiado en el sueño.

Porque en medio de esa bacanal donde siempre aparecía una india joven y bella para seducirlo, en su lugar había un indio gigante, inmenso. El indio exhibía un falo tan grande como su increíble figura, y se acercaba rápidamente al lugar donde estaba.

El señor P comprendió de inmediato lo que habría de ocurrir. Aterrado, quedó inmóvil ante ese indio tan alto como la cordillera, que lo obligaba a doblarse, en cuatro patas como los animales, para penetrarlo.

Y cuando esa violación se consumaba, el señor P, lejos de sufrir y llorar y maldecir y querer escapar, descubrió, gozoso, que era algo que había estado esperando desde siempre. Desde los comienzos mismos de su vida en la finca.

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El sueño –¿la pesadilla?– duró varias horas, hasta que el señor P pudo escapar de ese sitio inmaterial y siniestro.

Se despertó transpirando, agitado y sollozante.

No podía hablar. No podía reaccionar, hasta que al cabo de un rato pudo levantarse, vestirse, y salir de la casa.

Llevaba en sus manos un fusil y un machete. Con ellos marchó, presto, hacia donde estaban trabajando los indios. Y sin hablar, comenzó a disparar a mansalva.

Así, fueron cayendo no sólo los indios sino también sus mujeres e hijos, a quienes, después de muertos, el señor P se puso a descuartizarlos.

Estaba poseído, sumido en un frenesí incontenible. Y acaso por ello no pudo escuchar al locutor que por el televisor ubicado en el living decía que, en ese mismo momento, el presidente del país había renunciado.

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