No nos terminamos de bajar del auto que doña Estela, la vieja de al lado, nos vino a avisar que habían reventado nuestra casa. “Eran cuatro, todos bigotudos y vestidos de civil, que se bajaron de un Falcon”, dijo. “Rompieron todo, se llevaron lo que pudieron y hablaron con varios vecinos. A mí me tocaron el timbre, pero me hice la sorda y no les abrí”.
Mientras papá fumaba nervioso y caminaba en círculos, mamá empacó nuestras cosas –lo poco que quedó en medio de aquel desastre, bah–, y cuando terminó le dijo que teníamos que irnos, que había que tener la cabeza fría y resolver porque en cualquier momento iban a volver.
Nos fuimos a Máximo Paz, al campo de unos primos de mi vieja, y para mí y la Sofi, que en ese entonces tenía 4, fueron como unas vacaciones. Estuvimos como 9 meses y yo aprendí a ordeñar una vaca, a montar a caballo y a reconocer un sauce llorón, un eucalipto y un aguaribay. Vi desangrar un chancho colgado boca abajo y me corté la rodilla con un alambre de púas. Manejé un tractor John Deere con dos cajas de cambios y una Zanellita 50 marrón. Alimenté gallinas y conejos y me cagaron picando las chinches en el tanque australiano. Remonté un barrilete, busqué leña para el asado y esperé un amanecer. Fumé mi primer cigarrillo, me hice una paja mirando a la luna y escuché historias de miedo a la luz de un fogón.
Después volvimos a Rosario, se llevaron a mis viejos y terminé con esta gente que no sé quiénes son.
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