*Psicoanalista, miembro de la Cooperativa Prisma
El derrumbe de las certezas, la culminación de los grandes relatos y el fin de las magnas épicas vienen, desde hace tiempo, caracterizando este largo periodo histórico, que transitamos con la humildad de viajeros ocasionales y algo extraviados, pero convencidos de estar protagonizando, en cada momento, la definitiva contingencia de estar vivos.
La misma época nos provee los recursos tecnológicos más sofisticados, en inmanencia funcional con el discurso científico, con el saber en su expresión simbólica más elaborada y contundente.
Una paradoja sutil que va ganando sigilosamente su lugar en nuestra cotidianidad, instalando hábitos y modalidades expresivas, conformando el entramado de lenguaje con el que se construye nuestra realidad más inmediata y por el cual, finalmente, significamos la vida.
El sentido de la misma siempre estuvo subordinado a nuestra relación con la palabra, es subsidiario de esta y solo allí encuentra sus posibilidades de objetivación. Ideas, ambiciones y proyectos son, básicamente, lo que podemos decir de ellos.
La arquitectura semántica que desplegamos está, invariablemente, al servicio de una justificación esencial, de una racionalidad que pueda explicar suficientemente lo que hacemos y decida de la mejor manera hacia dónde debemos dirigirnos.
Ayer creíamos en epopeyas fabulosas, costumbres arraigadas y valores incólumes. Caídos éstos en los sucesivos avatares de la historia, la ciencia parece devolvernos la promesa de un saber progresivo e inexpugnable, poniéndonos ante la oportunidad y la tentación de construir nuevos monumentos.
Hoy hablamos en código científico, a la pasión y el entusiasmo le llamamos adrenalina, el amor se nos revela como una química eficaz y el humor, los afectos y las emociones tienen su lugar en las secreciones cerebrales, estudiadas en detalle, explicadas y asimiladas por nuestro decir, sin filtros, objeciones o demasiadas alternativas.
Nos invaden insidiosamente divulgadores, experticias y protocolos. Ecuaciones, fórmulas y algoritmos aseguran decisiones, anticipan desenlaces y recomponen solapada y silenciosamente el imaginario colectivo, detrás de una nueva ilusión.
La pandemia que nos azota viaja del brazo con una partícula letal. Genoma codificado, ácido ribonucleico, membrana lipídica: COVID-19.
Palabras que clasifican, dimensionan y establecen, ante las cuales nos rendimos incondicionalmente a cambio de la esperanza y el futuro.
Sin embargo, día a día vemos trastabillar los significados y las definiciones. Somos testigos presenciales de avances y retrocesos. Observamos cómo vacilan los algoritmos, se agota la lógica axiomática y se opaca el rigor estadístico. El método y la certidumbre gnoseológica se ven forzados a volver sobre sus pasos y reformular estrategias y promesas.
Se nos ruega finalmente que sostengamos el distanciamiento social como único refugio, como la certeza más elaborada.
Se apela por fin al recurso añejo y sempiterno de una palabra que duda en su acabado final, que exige distancia social pero a la vez reclama proximidad afectiva, que puede establecer condiciones y programar exactitudes pero no puede prescindir del heroísmo y la solidaridad.
La biología molecular necesita del sacrificio y la entrega de los médicos. Los algoritmos son incapaces de prever la angustia y la soledad. La aritmética más rigurosa no alcanza a dibujar la curva ideal, en cuya cima se abrazarían victoriosas la genialidad científica con la humana disposición a la duda, el equívoco y la ambigüedad.
El discurso que nos habita, define en gran parte nuestra posición respecto de la vida y de la muerte, lugares enigmáticos, sitios inexplorados aún por el saber codificado, la racionalidad estricta y el cálculo probabilístico.
Esto es así porque tal vez tengamos el privilegio como especie, de fabricar nuestra propia realidad, de construir las ficciones necesarias que alimentan una deriva simbólica incesante, ese flujo de imágenes y recuerdos que apuntalan nuestra fe y sostienen obstinadamente nuestra decisión de vivir.
Proyectar la vida y significar la muerte siguen siendo tareas cuya complejidad nos excede y tal vez por eso mismo nos hace hablar. Quizás también por esto, nuestro decir siga transitando lugares harto conocidos, motorizando ilusiones constitutivas, deseos inconscientes, anhelos de trascendencia y fantasías de poder.
El deseo se niega a morir, no claudica ante la lógica ni se rinde ante los números.
Sigue habitando porfiadamente en cada palabra que sale de nuestra boca, reproduciendo una y otra vez el imaginario prolífico, mágico y evanescente de la condición humana, a pesar de los esfuerzos y las conquistas de la exactitud y la precisión.
Fuente: El Eslabón
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