Juan José se despidió con un beso en la frente de cada uno de sus seis hijos: de los cuatro varones y de las dos mujeres. Besó también a su esposa, María, que esperaba el séptimo, listo para salir de su vientre en las próximas semanas. Seguramente por eso es que prefirió guardar silencio y ahorrarle preocupaciones, que bien podrían quedar en la nada al día siguiente. Así que cuando el reloj marcó las 4, agarró la vieja Phoenix rodado 28, y marchó.
Sus hijos tampoco lo sabían, aunque el mayor, de 17, sí sospechaba algo por lo cabizbajo que lo notó en la semana. Juan José intentó persuadirlo con el argumento de las dos derrotas consecutivas de boquita, pero nada le sacaba de la cabeza al Román, que así se llamaba por Riquelme, que algo se escondía detrás de ese ceño fruncido casi constante.
—Pero Juan, querido— decía con tono de ternura la esposa— hay cosas peores—. Y vaya si las había, respondía Juan José con el pensamiento.
Montó a la vieja bicicleta estilo inglesa, y pedaleó rápido para llegar con más tiempo de lo habitual, bastante antes del inicio de la faena. La inclinada cuchilla que a diario debía atravesar, esta vez no le costó esfuerzo alguno, porque casi no tuvo registro del viaje que va desde la puerta de chapa de su casa hasta el portón de hierro del frigorífico. Su cabeza y el pedaleo, esa fría madrugada de mayo, hicieron viajes distintos. Ni pensó tampoco en la posibilidad de un accidente por el descuido, si en ese pueblo del sur entrerriano no se movía un alma, casi nunca, y menos a esa hora de un día entre semana.
No era menor el haber olvidado la cuchilla. Porque cada vez que llegaba a la cima merced de un gran esfuerzo de piernas, lo asaltaba el atroz pensamiento de una agotadora jornada laboral que ni siquiera había comenzado. Tan ardua era la subida que para dejarla atrás no pocas veces se veía obligado a pararse con todo el peso de su humanidad en un solo pedal, para así hacerlo girar por completo. Y con las entumecidas pantorrillas ya en la culminación de esa calle de resbaladizo ripio, su cuerpo entero se disponía para afrontar la dura y extensa jornada de trabajo.
En el camino y en el portón de ingreso se cruzó con pocos, por los minutos que había ganado saliendo antes. Saludó al de la guardia, miró la oficina del dueño –vacía, claro– y se enfrentó con el aparato.
—¡Cómo no va a estar vacía a esta hora!— pensó, irónico. —Mirá que se va a levantar tan temprano.
También entendió que sería una pérdida de tiempo ir a media mañana a tocarle el corazón a un tipo que jamás en su puta vida había rodeado de velas a un San Cayetano para pedirle ayuda. Su patrón y los padres de su patrón, toda su familia, todos sus vecinos, sus viejos compañeros de colegios privados, y los padres y madres de sus viejos compañeros de colegios privados, a ninguno nunca le pasó por la más diminuta de sus células la preocupación de que alguien de su entorno se quede sin laburo. Recordó en ese instante también la única vez que se atrevió a golpearle la puerta de su oficina, para pedir un permiso por un acto escolar del tercero de sus hijos, enseguida denegado por el alcahuete que lo recibió con la puerta apenas entreabierta.
—El señor no lo puede atender, recién llegó de un largo viaje y está comiendo, acusó a su arribo tener hambre, por lo que creo conveniente no molestarlo— le había respondido aquella vez el tan correcto oficinista. “Hambre”, pensaba ahora Juan José. “¡¿Hambre tenía?! Qué sabe de hambre ese tipo de un estómago que jamás conoció el vacío. Habrá tenido apetito a lo sumo, pero hambre es otra cosa”. También pensaba que un planteo así en su momento hubiese acelerado la situación que estaba atravesando en este mismo instante.
Los trabajadores del frigorífico supieron dar cuenta de su llegada al lugar, en los comienzos de la empresa, con su sola presencia. Cuando ya no bastó con eso, debieron llenar una planilla con firma (o cualquier garabato, para los que no habían agarrado una birome en su vida) y horario de ingreso y salida. Pero con el tiempo, la tecnología fue policía y juez contra los laburantes, y se les exigía fichar su arribo y partida con una tarjeta de plástico, apoyada en una máquina. Lo último, lo de ahora, lo que tenía enfrente Juan José, funcionaba con la huella digital de su dedo índice; el de la mano derecha. Pensó que la arbitrariedad de la tecnología al servicio del poder impedía posibles avivadas de los trabajadores, pero no la de sus patrones, de quienes al parecer no había desconfianza alguna.
Vio movimientos en la zona de la playa, escuchó el rechinar de las máquinas de la peladora, el lento andar de las norias del eviscerado, las mismas que luego darían un paseo por el empaque y otras áreas, para que todo culmine en las frías cámaras, su lugar. Se aproximó al aparato a enseñarle su índice derecho. Temió volver a su casa temprano, sin el habitual olor a frío que despedía el camperón azul que usaba dentro de ese enorme depósito de pollos congelados, con 17 grados bajo cero. Temió enfrentar a su familia y escupirles la noticia. Y se ilusionó a la vez ante la posibilidad de que no pasara nada, y se dijo que de ser así después se reiría y se olvidaría para siempre del asunto. O a lo sumo, con el tiempo, lo transformaría en anécdota.
El dedo posó sobre una luz verde con la que el aparato recibía a las falanges más cercanas a la punta. Y la voz grabada e inmutable de una mujer española le devolvió un mensaje negativo: “Acceso denegado”. Así de simple se lo dijo la gallega invisible. No se apresuró a desesperarse ni a amargarse, porque esos artefactos solían fallar con alguno de sus compañeros. Y se consoló pensando que la transpiración de los nervios y el temblequeo de la mano simplemente le jugaron una mala pasada para que el perverso aparato con la vocecita española no le diera la señal positiva, la que le habilitaría el ingreso al vestuario a cambiarse, a vestirse de blanco, a ponerse la cofia, el camperón azul, el delantal, los guantes, las botas. Y cobijado por esa esperanza, probó de nuevo.
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