Un día Santa Fe despertó y entendió, por fin, su desorden. El principio ordenador de la política provincial había muerto. Todo (y nada) es posible. A la figura central del mapa santafesino se la llevó el coronavirus. El político con mejor imagen, candidato puesto a la senaduría, regla de orden al interior del amplio espectro opositor y adversario preferente del gobierno provincial. Miguel Lisfchitz era un fantasma de apariciones esporádicas que se vigorizaba con el límite que la Constitución más antigua del país pone para la reelección, el proyecto maldito que, también a él, durante su gestión, se le frustró.

Una ola de hashtags se muestra como la devoción unificada por el dirigente que consiguió el consenso ulterior y unió los continentes del liberalismo promercado y el progresismo. El dolor se comparte en las capas superiores de la administración social: las dirigencias y los sectores medios ilustrados de la ciudad. La gente que usa redes sociales lo lloró. Por debajo, el asombró vibró con el miedo al bicho. La consideración en pueblos y ciudades, siempre respetuosas ante la muerte; y el lamento agradecido en su alcance barrial logrado con políticas sociales que contuvieron la emergencia que antes había generado la gestión de su propio partido.

Azotada por la implacabilidad del virus, la política santafesina comprende, ahora, la ferocidad de la situación. Ser el último parado entre los caídos del proyecto progresista de exportación es un mérito. También haberse hecho cargo del desastre y ser capaz de disimularlo con diversidad metodológica hasta el último día. Propios y extraños se lo reconocen. Hasta el momento, era la sociedad quien vivía la dimensión trágica de la pandemia en toda su plenitud. Pero no hay jerarquía que blinde la fragilidad de un pulmón. Hasta que se demuestre lo contrario, todos somos candidatos al (y merecemos un) respirador.

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La muerte de Miguel Lisfchitz puede romper el hechizo del síndrome mexicano del sur de Santa Fe, no tanto por la penetración narco, sino por la obnubilada cercanía a la Ciudad de Buenos Aires (nuestra encandiladora Norteamérica). Obligada a pensar en sí misma, la región, con sus características y sus manías, puede verse y reencontrarse. Como si fuera una Provincia que se da cuenta que no existe y forma parte de una más amplia. Nadie está a salvo de esta desventura.

Si en las últimas elecciones la derrota del socialismo redujo su estructura política a la personificación, ahora muere esa encarnación que le insuflaba vigencia, dejando un vacío que supera por mucho la vacante electoral. El llanto de orfandad revela una magnitud diferente a la melancolía por el fallecimiento de Hermes Binner, al que hicieron prócer en vida. La muerte parece que duele más si también golpea al futuro. Y trae una pregunta que se contestará sin parar durante los próximos días: ¿quién era?

Una tardecita salíamos de la nueva Unidad 5 después del taller que dábamos. Se hacía de noche y pedimos un número de remises. Nos pasaron el que usaban las chicas del Servicio. Llamamos y al rato apareció un tipo en una pala mecánica. Preguntó si habíamos solicitado un remís y nos indicó que esperáramos. Se fue y volvió en un auto destartalado. Nos acercó al centro y en el viaje confesó que votó y votaría siempre por Lisfchitz. “¿Por qué?”, le pregunté. “Porque hace obras a dos manos, y yo laburo en la construcción”, respondió.

El modelo del socialismo último. ¿Qué fue Lisfchitz como gobernador? El de las flexibilidades presupuestarias, la deuda para pagar los sueldos, el déficit y las obras. Si con Binner el socialismo instaló una idea de gestión pública descentralizada y hecha por médicos, y con Bonfatti se recurrió a los acuerdos políticos, judiciales y policiales, para “meter a todos adentro del descalabro”, con Lifschitz el socialismo caminó con paso estoico y decidido hasta la derrota final. Y, para el imaginario común, dejó obras. Es lo que hace un ingeniero civil.

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En el primer año de la pandemia, su condicionamiento político del gobierno peronista estuvo alimentado por la dimensión de su figura por sobre el resto de la dirigencia provincial. Y su determinación empezó aún antes de terminar su mandato y cederle la banda a Omar Perotti, cuando logró aprobar el Presupuesto del año próximo, dejando la primera piedra en un zapato que, posteriormente, debería caminar por el empedrado reacio de condicionalidades externas (por caso: una pandemia mundial) y dubitaciones propias (llámese: dispersión de jefaturas en el peronismo provincial).

Lisfchitz fue el reflejo transversal que pudo hacer de la unidad con que el peronismo ganó las elecciones, casi un tabú innombrable para gobernar. Movió las clavijas más útiles con habilidad aprendida tras el “pacto base” con el peronismo departamental que le legó Antonio Bonfatti. Una institucionalidad hecha de concesiones territoriales y dominios de una economía hojaldrada entre regulaciones de lo legal y lo ilegal. Santa Fe también tiene sus conurbanos de tradiciones, verbos y modales: una historia que el socialismo supo leer y, en vez de enfrentar para domar, dio palmaditas hasta amansar.

Desde su omnipresencia en Diputados, truncó la avanzada del gobierno contra la influencia telúrica de los senadores. Con ese saber dejó hacer mientras el bastión era asediado por el primer ministro de Seguridad de Perotti, el bonaerense Marcelo Saín, que había llegado a la Provincia al ganar el concurso del Organismo de Investigaciones del Ministerio Público Fiscal durante el mandato de Lisfchitz. Se metió, así, indirectamente, en la interna peronista. Y el que tuvo que marchar fue Saín.

Logró ser más definitorio que muchos de los propios peronistas. El perottismo de difícil nacimiento encontró en él un rival de referencia. Un mojón que también le simplificó preparar sus jugadas. Le exigió pensar dos veces y tender a la unidad. Conveniencias y razonabilidades de un quehacer perfectamente provinciano: esa sapiencia lo desigualó del resto de la dirigencia socialista, demasiado imbuida en los afanes porteños del centro rosarino.

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Esa unión de (en apariencia) opuestos se explica por los parecidos. Que son muchos. Las convocatorias mutuas, fondos e intercambios de personal y de proyectos: idas y venidas entre el pensamiento progresista en la ciudad que todo lo sabe y todo lo puede, y la módica Usina Social, el emprendimiento cultural rosarino que el propio Lisfchitz impulsó para proyectar la imagen de un socialismo amigo del arte y la cultura frente a un peronismo que llegó gritando que pondría a todo el mundo a trabajar.

El Jet Lag porteño al cruzar la General Paz produce un mareo. Es un fenómeno atmosférico de la política argentina hecha y dicha en el AMBA. Desde acá también se puede mirar a Europa. Cabe, el mal pampeano, al progresismo icónico. Es claro que el grupo con origen en CABA que gobierna la Provincia de Buenos Aires puede encontrar un espejo en la experiencia del socialismo rosarino que obtuvo la Gobernación en 2007. La solidez argumental de un proyecto progresista en una tierra de aclimataciones más bien conservadoras.

Pero las líneas de conexión no son solo por rasgos o afinidades ideológicas, sino que hay entrecruzamientos varios en términos políticos. Buen diálogo que se manifiesta, oportunamente, en acuerdos, directos o colindantes. Producciones de laboratorio o participaciones sanitarias. La incorporación del baluarte de la UNR al radio de operaciones de las iniciativas nacionales o las sincronías expuestas en la cooperación del pacto de gobierno en la ciudad de Rosario. La nebulosa entre radicales y socialistas, por allá, no es clara; ahora, por acá, se despeja y enerva. Eso Lisfchitz lo comprendía.

Los perfiles trazados por los medios porteños se esculpen con una repetición: hacedor de acuerdos, serio y pragmático. Con la pléyade rosarina se comparten generosamente sus mutuos desconciertos. Y de ambos lados de la grieta resuenan apologías. El buen nombre que por todos merece ser recordado, un digno receptáculo de moral política para llenarlo con todo lo que debería ser. Y una zona de descanso entre tantas bravuras y encontronazos. Es la suturación de las diferencias lograda por la muerte del vecino.

Volviéndose esencial en el gabinete del entonces intendente Hermes Binner, sentó un precedente: ganar la gestión desde adentro es el conducto para fabricar una candidatura por decantación. Eso lo aprendió, con el tiempo, Pablo Javkin, que apiló decisiones al interior de la gestión de Mónica Fein, que aguantó lo que pudo con la rosa en alto.

Lisfchitz, como gobernador, se fue con más énfasis del que llegó, cuando apenas sacó 1500 votos más que Miguel Del Sel, que, por segunda vez consecutiva, con sello del Pro y estructura prestada, arrinconaba al Frente Progresista. Su victoria fue, de ese modo, el primer síntoma de su caída. Su suerte pendular quedaría marcada en el fallo de la Corte Suprema a favor de la deuda santafesina cuya cancelación nunca logró hacer efectiva: la incobrabilidad, su sino.

Así fue su éxito, su buena imagen. Con la derrota unívoca del socialismo y la recobrada vigencia del radicalismo alterando los circuitos internos del Frente Progresista, se aposentó en su caudal al frente del poder Legislativo. Y orientó la gobernabilidad en la única dirección posible que, en su meticuloso amasado, lo tendría a él, de nuevo, en la gobernación.

Desde su lugar de personaje secundario construyó un rango que lo terminó por convertir en un imprescindible. Con una astucia inconfesa, siempre parecía caerle la pelota de casualidad. Sin pedirla, estaba donde se definían los partidos. Jugador de cartas, meticuloso, armador sin clemencia: su semblante es definitorio de un Frente Progresista que se despeluchó a su alrededor. Con o contra, desde o a pesar de. Así era su extensión. Sin definiciones, más que un tiempista, un arrimador.

Con sigilo se aproximó a Marcos Peña hasta confirmar la intratabilidad del gobierno de Cambiemos, o soportó una elegante distancia con las euforias de inmediata expiración del Frente de Todos. El último tiempo calló metódicamente cualquier referencia al buzón que compró en 2019 al confiar en la alternativa lavagnista, embarcando a todo su grupo en su empecinamiento individual. Creyente del silencio como reparador de errores. Un sabio de no decir nada. Esa fue su política y desde ahí consiguió un poder que le dieron en cuota mayor a la que forjó con sus propios actos. Estaba ahí cuando lo necesitaron. Y cumplió.

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Se muere el hombre que supo mejor que ninguno aprovechar sus propias falencias como oficialismo para utilizarlas, después, como punta de lanza para hacer oposición. Esa ductilidad con que, en el plano nacional, se paseaba entre unos y otros, sabiendo que lo importante, para él, estaba en su provincia. Aunque esa fuera su extrema fatalidad: su vuelo rasante.

Fue un ingeniero en un partido de médicos. El intendente de los años del boom rosarino. Impulsando la inversión urbana a sola firma apuntaló una marca en altura que configuró un destino cosmopolita nunca alcanzado. Para Lisfchitz, gobernar fue habilitar: un modelo de gestión basado en facilitar emprendimientos. Arriba y abajo. Con un derrame de compasiones y voluntarismos. Gobernó Rosario hasta que Rosario se hizo ingobernable. Hay quien dice que deja más para la ciudad que para la Provincia, y que en eso radica la exactitud de su definición y, por correlación, un aserto sobre su partido.

Su sesgo se hace inevitable en los últimos treinta años rosarinos. Desde Vivienda y Obras Públicas, que le dio un tema, hasta la victoria sobre Héctor Cavallero, el intendente del socialismo popular que lo había designado en aquel cargo. Ya estaban en formaciones opuestas: el “Tigre” había respondido a la convocatoria del Frente para la Victoria, y Lisfchitz encabezaba la propuesta local del socialismo blanco que se la jugaba a obtener la provincia. Sacó una diferencia de casi treinta puntos que permitió a Rosario meter el primer gobernador socialista de la historia argentina. Abrió esa ventana que, doce años más tarde, le tocó cerrar. Con él, Rosario descubría, además, su fatalidad provinciana. Ahora es la desgracia la que convida un poco de realidad. Como pocas veces, Santa Fe está de frente. Y hay una historia por escribir.

 

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