Marcelo Cutró acaba de publicar Diecinueve casas blancas, en CyR ediciones. Se trata de una obra que se inscribe en una serie de entregas ya extensa, que el autor viene generando desde 1993. Pero que tiene la particularidad de poseer un ritmo espaciado, como si cada libro le demandase un tiempo no sólo de gestación sino además, y fundamentalmente, de maceración. En un medio donde se destacan autores que publican con la regularidad de una producción industrial, Cutró se distancia tomándose todo el tiempo necesario para hacer que cada libro suyo no sea una manufactura, sino una auténtica creación.

Que como tal, supone coordenadas en las que se inscribe y sostiene. Coordenadas temáticas y estilísticas, podría decirse, porque si algo caracteriza a su producción poética son ciertas constantes que la atraviesan, confiriéndole rasgos distintivos que la hacen fácilmente reconocible y a la vez singular.

No sería excesivo decir que Marcelo Cutró escribe siempre lo mismo, aunque siempre varíen las formas de su manifestación. Hay un mismo lenguaje que atraviesa libros como Espina de agua o Rumania Santa Isabel: un lenguaje hecho de enunciados breves –por momentos aforísticos– que reaparece en esta nueva entrega poética. Un lenguaje en el que sintaxis y métrica, en vez de desencontrarse y chocar como ocurre en tantos autores, parecen confluir en la dimensión acotada del metro.

Dicho de otro modo: un lenguaje donde la sintaxis no traspasa al verso, salvo excepciones. 

¿Poder de síntesis? Obviamente. Pero no sólo eso, porque lo acotado de la escritura de Marcelo Cutró parece obedecer a otra clase de razones, aquellas que hacen de la poesía el dominio de lo básico, de lo indispensable, que es al mismo tiempo lo fundamental sin ornamentos y la palabra desnuda sin necesidad de disfraces ni velos.

Se trata, claramente, de un lenguaje tan despojado como esencial. Con ese lenguaje, Cutró construye una fábula poética de una riqueza y un lirismo inauditos, puesto que sitúa su mirada en la laguna de Melincué, para componer a partir de ella una serie de genealogías y de mitologías donde confluyen tradiciones culturales pertenecientes a diferentes ámbitos geográficos e históricos.

Permítasenos resumir lo que narra el libro, la llegada de un descendiente de un hombre negro que habitó el pueblo, que es un exitoso músico clásico en Europa, acompañado por la mujer con la que se habrá de casar, para ejecutar un concierto de Carl Nielsen cuando se produzca el Primer Encuentro Intercontinental de Aguas Fabulosas. Y en ese contexto reaparecerá –como mito, como leyenda, como fantasmática presencia– el cacique Melín, acompañado por su hijo Cue y su esposa Nube Azul, que supieron poblar ese sitio que lleva sus nombres.

Esa aparición fantasmática por otra parte supone la dramatización de la tragedia argentina, que se basó siempre en la acción genocida sobre las poblaciones nativas, practicada sistemáticamente por la violencia colonial, independientemente de quienes ocuparan el lugar de los nativos y los colonizadores, porque lo que fue en tiempos de la colonia un exterminio étnico, se transformaría después de la independencia, y hasta nuestros días, en un exterminio social.

Por ello, la imagen ciertamente bucólica del músico que llega al pueblo para tocar honrando la memoria del abuelo negro, acompañado de su esposa asimismo artista, nos brinda una representación puramente estética de la cultura colonial. Pero a esa imagen se contrapondrá la de Melín y los suyos, esos nativos que supieron guerrear con los blancos, realizando malones, en una disputa bélica por el territorio que acabaría, como inevitable era, con su derrota y su literal extinción.

¿Cómo leer, entonces, a Diecinueve casas blancas? Desde ya, como un texto compuesto por napas sucesivas de sentido, al modo de un plato hojaldrado donde los ingredientes no pueden consumirse más que ingiriendo los unos arriba o debajo de los otros.

Hay una napa bucólica e incluso romántica, dada por la presencia de los personajes que vienen de Europa. Hay una sátira de las actitudes y comportamientos de los nacionales, dada a su vez por la claque que componen funcionarios y notables del pueblo.

Hay asimismo una exhumación de la figura negra del abuelo del músico, que no escuchaba repertorios clásicos sino jazz.

Y hay una reposición simbólica, un rescate cultural, de las poblaciones aborígenes que fueron las primeras en poblar las tierras de Melincué. En ese rescate la poesía de Marcelo Cutró encuentra su dimensión histórica y su significación política, que no necesita de lo expreso y denotativo para manifestarse. 

Suele decirse que lo personal es político como aserto indubitable. De la misma manera, después de leer este libro, podemos parafrasear ese aserto diciendo lo poético es político, siempre. 

Mal que les pese a los defensores de l’art pour l’art.

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