Yo no sé, no. A comienzos de febrero, con Pedro íbamos a clases particulares, un poco para terminar la tarea y otro para empezar tercer grado al mismo nivel –o un poco más– que los demás, en la escuela Anastasio Escudero, de barrio Acindar. En esas clases se nos daba por usar el margen del Gloria de 24 hojas, a veces para terminar una operación y muchas otras para hacer cualquier dibujo o garabato mientras pensábamos. A Pedro se le daba por escribir el nombre de una vecinita que teníamos y que mucho nos ayudaba a la hora de las cuentas más difíciles. Él pensaba que tenerla presente en esos márgenes lo ayudaría con las cuentas que se nos avecinaban.

Ese febrero también nos encontró con campitos al lado de las quintas cercanas o de las vías, tanto la de Acindar como la vía Honda. De esta última nos separaba un margen hecho de montañitas, que a veces eran como una pequeña tribuna desde la que se podía mirar el partido; o un banco de suplentes en el que esperábamos para entrar a jugar con el deseo de ser la solución para por lo menos no terminar perdiendo; o bien para sentarse a hacer garabatos con la mente.

Una vez me dijo “que lástima que todavía no conocemos a ninguna piba que le guste y sepa con la redonda”, como para nombrarla cuando el partido se presentaba medio fulero. Y al tiempo –cuando la conoció entre la canchita y donde ella vivía, ahí al margen del tambo– de vez en cuando se instalaban unos gitanos, y aunque estaba todo bien con ellos, a Pedro se le puso que iban a interrumpir la supuesta “respuesta” positiva de aquella adorable piba que fue una de las primeras que conocimos que sabía un montón de fútbol.

Cuando teníamos matemáticas en la secundaria, Pedro aprendió que era una materia de las llamadas duras y que la cabeza tenía que estar más despejada que lo habitual, lo mismo que los márgenes del pensamiento, cosa que nos era difícil porque cuando hacíamos el cálculo para saber el valor de x, estaba siempre el nombre de alguna o algún cumpa, un número de teléfono, la hora de la próxima reunión del Centro de Estudiantes o simplemente una respuesta a la última discusión de política de la noche anterior en el bar de la esquina del Superior. 

El otro día, después de una lluvia no muy larga pero sí intensa, con Pedro veníamos atravesando una parte del barrio que alguna vez fue canchita, en la que alguna vez estuvieron las carpas gitanas, donde alguna vez vivió aquella piba y donde siempre hubo un espacio a manera de margen en el que encontrábamos la solución. Y viendo a unos pequeños con un lápiz y un cuaderno de tapa flexible, seguramente yendo a clases particulares, Pedro me dice, caminando al costado de una vereda llena de agua por un margen angosto pero transitable: “La verdad que en estos momentos muy duros, en los que pareciera que ya no quedan márgenes para la solución de algunas cuestiones –por ejemplo, lo que nos exigen los del FMI, el crecimiento con distribución, los medios de comunicación, el poder Judicial y algunas cosas más que también son importantes– el camino para lograrlas, aquí como en la gran Patria, tenemos que transitarlo con nuestras convicciones y con unos márgenes como los de las banquinas. Para que cuando parezca que no podemos seguir allí, paremos un toque para encontrar las soluciones, paremos un toque para luego seguir, siempre seguir. A pesar de todo, siempre seguir”.

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