La escuela de taekwondo Do Jihye se expande en los barrios populares de Rosario. Compromiso, militancia y arte marcial: el semillero de la pibada en los lugares más castigados por la violencia social.

“¿Qué significa el taekwondo en tu vida?” Oriana responde con certeza: “para mí es todo. Es mi hilo rojo, es lo que me define”.

Pasión, amor, militancia y compromiso son algunas de las palabras que Oriana elige para describir ese “todo” que marca su vida desde que empieza el día. Oriana Roldán tiene 20 años y vive en Villa Banana, a pocos metros del Distrito Oeste, sobre la calle Lima al 2500. Allí también vive el sabonín o maestro ejemplar Mario Roldán, su papá y el impulsor de la escuela Do Jihye que fundó cuando Oriana tenía apenas 8 años. Con una mochila cargada de sueños, Mario inició el proyecto en una plaza del barrio Toba de Rouillón y Maradona. Tenía un objetivo: hacer accesible un arte marcial a pibes y pibas de barrios profundamente marcados por la desigualdad social y económica. “Solo tenía dos focos hechos por un amigo. Y así arranqué. Con un par de patadas se llenó de chicos y desde ese entonces no paramos”.

La escuela creció y se expandió: barrio Toba, Bella Vista, barrio Roca, Ludueña. En cada uno de estos territorios hay un espacio con chicas y chicos practicando taekwondo. La convocatoria desborda y se desdoblan los grupos según las edades aunque muchas veces no haya ni techo ni cemento en el piso. “Para nosotros es una herramienta de inclusión, de transmisión de valores, de transformación. Nadie creía en esto cuando empecé, porque el taekwondo está visto como para cierta élite. Podría haber ido al centro, cobrar una cuota de cuatro mil pesos mensuales, que los alumnos compitan y listo. Pero nosotros no queremos hacer eso”.

Mario nació en el barrio del que nunca se fue: Villa Banana. Su casa es el hogar que los reúne y el punto de encuentro de la asociación civil que lograron formalizar después de sortear diversas trabas burocráticas. En total hay más de 200 alumnas y alumnos, un grupo de entre 10 y 15 jóvenes, en su mayoría mujeres, que integran el equipo de competencia, y el equipo de instructores encargado de dar las clases en cada barrio. También cuentan con una psicóloga grupal, una coach, una contadora y el apoyo fundamental de otras organizaciones sociales como el Grupo Obispo Angelleli (GOA). Oriana dice que cada vez son más las chicas y chicos que quieren dedicarse a la docencia: “Es que las ganas de querer abrir más espacios en barrios se contagia. Queremos que esta experiencia se multiplique”.

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“Arranqué a dar clases en plena pandemia a chicos de ocho a trece años en la Vecinal de barrio Roca”. Brenda tiene sólo dieciséis años y ya ganó dos veces el campeonato nacional de taekwondo. Nació y vive en el barrio Toba, allí donde empezó a tomar sus primeras clases con el sabon Mario. “No tenía idea lo que era el taekwondo. Con el tiempo me fue gustando, aunque mi mamá dudaba porque yo siempre empezaba un deporte y después dejaba. Arranqué con ocho años y entré a mi primer nacional con doce.”

Con dieciséis, Brenda ya integra el equipo de instructores de la escuela Do Jihye. Nunca dejó de entrenar aunque eso le implique triple turno, un cuidado alimentario y muchísimas horas de dedicación. “Es el único deporte que me llena. Hace casi la mitad de mi vida que hago taekwondo. Además, es un espacio de contención para todos nosotros”.

Santi tiene diecinueve años y arrancó en el 2021 a dar clases a adolescentes alojados en el actual Centro de Rehabilitación para el Adolescente -ex Irar- en el marco del programa Santa Fe Más. “Al principio fue duro, pero después, cuando tomamos confianza con los chicos, el espacio fue uno de los más solicitados. No nos alcanzaba el tiempo. Ellos sabían que si venían era para entrenar, y es un orgullo que puedan aprender la disciplina, rendir, tener un diploma”. Santi estudia Kinesiología y entrena semanalmente, es campeón nacional y además uno de los profes del reciente espacio que abrieron en la Hormigonera de barrio Ludueña. Su vida está tan marcada por el taekwondo como la de Oriana y Brenda. Emocionado, recuerda todo lo que significó para él retomar las prácticas gracias a la insistencia de Mario Roldán. “Empecé cuando tenía ocho años en el club Luján de Bella Vista. Pero después dejé y estuve cuatro años sin hacer nada, encerrado en mi casa. Hasta que el sabonín me invitó a que vuelva y regresé en el 2018. Pude ir a mi primer nacional, rendí el cinturón negro y lo que es más importante, pude tener un grupo de amigos porque yo antes no era muy sociable”.

En otro de los clubes de barrio donde Mario sembró la experiencia de la escuela Do Jihye, Defensores de River, Micaela comenzó a entrenar sin tener noción de lo que realmente significaba. Allí encontró amigos y un arte marcial que le apasiona sobre todo por la manera en que se enseña y se transmite la disciplina. Mica cuenta que está estudiando el profesorado de educación física y que desde hace seis meses es la instructora de un grupo de chicos que tienen entre tres y doce años. Candela, por su parte, entrena con Mario Roldán en la vecinal Roca que se encuentra sobre el Pasaje Deliot al 5300. Tiene diecinueve años y su pasión son las competencias nacionales aunque reconoce lo difícil que es el acceso a los torneos competitivos para una piba o pibe de barrio: “es un deporte carísimo. Para competir necesito como mínimo 100 mil pesos para comprar el equipamiento. Después están los viajes y son tres días que tenés que pagar la estancia, la comida, el seguro en dólares. Es mucha plata que yo, por ejemplo, no tengo para poder viajar. Varias veces nos hemos privado de participar por no tener los recursos necesarios”.

Foto: Escuela de Taekwondo Do Jihye

El alto costo del equipo que se precisa para participar en las competencias es una de las barreras que hace que el taekwondo se convierta en una disciplina a la que sólo puede acceder un cierto sector social. El resto quedará a mitad de camino entre los sueños, la pasión y la falta de políticas públicas que fomenten el arte marcial en los barrios populares. Desafiar ese clasismo es parte de la tarea que se propuso Mario Roldán cuando comenzó, solo, a dar las primeras clases al aire libre en el barrio Toba. Con el tiempo, sus alumnas y alumnos fueron participando en torneos nacionales aunque a veces tocara dormir en el piso de una terminal de ómnibus o viajar durante horas en tren o colectivo para llegar con el tiempo justo para el pesaje. Sólo en el 2019 contaron con un subsidio provincial que les permitió participar de la competencia con todas las comodidades, como lo hacen muchos otros equipos en el país.

Las chicas y chicos aseguran que participar en los torneos es una experiencia inolvidable. “Hay muchos pibes que quieren ir pero no tienen recursos para viajar. Los pibes se esfuerzan, se entrenan. Es un deseo poder participar. Tuve la suerte de poder viajar a Brasil y eso no se compara: el aprendizaje de la experiencia. Son viajes que te nutren y da bronca que no haya un Estado apoyando esto”, dice Oriana, campeona con amplia trayectoria a nivel nacional e internacional en competencias de alto nivel.

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Son las siete de la tarde de un miércoles frío de junio. En moto, recorremos con Mario las cuadras que separan su casa de Villa Banana de la Vecinal de barrio Roca. Está oscuro y apenas la luz amarilla del alumbrado público ilumina la vereda donde un grupo de mujeres, madres, espera a que termine la clase de taekwondo. Adentro, atravesando un angosto y precario pasillo, está el salón donde sus hijos que tienen entre tres y ocho años practican y juegan con la profe Luisana, otra de las hijas de Mario. La vecinal del barrio es uno de los espacios que cuenta con todos los elementos de protección, incluido el piso de goma eva o tatami. Lograron equiparla con mucho esfuerzo en plena pandemia cuando invirtieron sus ahorros para comprar guantines, entibiales, empeineras, cabezales, pechera. Esa es la clave, dice Oriana: juntar fondos e invertir en equipamiento. “Cuando empezamos con Brenda a dar clases hacíamos pesas con arena, trabajamos con lo que había. Nos hemos sacado ampollas terribles. Yo no quiero eso para mis alumnos, por eso juntamos fondos. Ahora tenemos 30 pecheras”.

Para Oriana dar clases es una pasión y también una manera de continuar con la militancia que inició su viejo. “Hasta que no conectás con el grupo no lo entendés”, asegura. Hoy siente orgullo al ver esos pequeños logros que consiguen día a día y en medio de un contexto social cada vez más adverso y más violento: “que un pibe que salió de cárceles pueda venir a entrenar y sea constante, eso te mueve el corazón. Que mi compañero que estuvo encerrado tanto tiempo pueda salir de ahí, que un alumno venga y te cuente lo que hace. Esos crecimientos personales son los que nos enorgullecen”.

“Para nosotros sería genial que haya una política que valore esto, nosotros hacemos inclusión social con el deporte, pero no existe”, sostiene Mario. Aún así nada frena el crecimiento ni la expansión de su escuela de taekwondo. “Arremetemos contra molinos de viento” es la frase que repite Roldán para graficar la filosofía del grupo. Hace pocos meses lograron iniciar las clases en el espacio social y comunitario La Hormigonera ubicado en la barriada de Ludueña, Humberto Primo y Camilo Aldao. Lograrlo implicó que todo el grupo de jóvenes de la asociación civil tomara una decisión política: o participaban del torneo nacional del 2020 o destinaban esos recursos a la apertura de la escuela en Ludueña.

“Decidimos apostar a esto. Fue una decisión que tomamos junto al equipo de competencia. O viajábamos a Misiones al nacional, o priorizábamos el espacio en el barrio”, cuenta Oriana. La decisión fue difícil pero no lo dudaron. Entre todos invirtieron los pocos fondos que tenían en acondicionar el espacio, comprar materiales y equipamiento y comenzar con los grupos de chicas y chicos en un territorio atravesado por una fuerte disputa entre bandas delictivas pero con una enorme construcción de espacios sociales y organizaciones comunitarias buscando alternativas y proyectos de vida para las pibas y los pibes. “Obviamente queríamos viajar porque por la pandemia no pudimos hacerlo durante dos años pero también pensamos en todos esos chicos que nos estaban esperando y decidimos apostar a esto: abrir otro espacio de taekwondo en el barrio”.

En la Hormigonera las clases se dictan los lunes y miércoles desde las seis hasta las ocho y media de la noche. Hay dos grupos y cada vez son más las chicas y chicos de todas las edades que se acercan a entrenar. Es una apuesta, como dicen las y los instructores, a todo lo que implica pensar e imaginar futuros posibles. Una apuesta a un proyecto de inclusión, al juego, al disfrute, al trabajo colectivo y a ocupar el espacio público cuando el pronóstico social indica lo contrario. “En esa encrucijada mis alumnos no lo dudaron y dejaron de lado la competencia pese a mi insistencia dado que era que el evento clasificatorio. Ellos se impusieron y apostaron a estos espacios que ahora ellos llevan adelante. Lo entendieron todo, saben cuál es el camino, tienen las metas claras y no se desvían ni un tantito. Me llena de orgullo saber que cuento con los mejores alumnos. En esta sede del barrio Ludueña es donde volvemos a demostrar que se puede y se debe hacer porque cuando nos dicen que no se puede es sólo porque no nos conocen”. Las palabras de Mario Roldán se replican en los muros virtuales porque allí donde la tierra de Ludueña está tan dolida por las balaceras y la muerte de las pibas y pibes que alguna vez caminaron sus calles, hay semilleros poniendo el corazón para transformar la realidad.

“Esto también es Ludueña”, señala un militante social del barrio e integrante de la Hormigonera. Contra molinos de viento, contra el miedo y la violencia. “La enseñanza no es solamente las pataditas a la bolsa sino que va más allá. Se aprende una disciplina mediada por amor, en clave de educación popular, haciendo del deporte una escuela para la vida. En Ludueña también pasan estas cosas que los medios de incomunicación no salen a cubrir porque no vende”.

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“No nos ocupamos sólo del entrenamiento deportivo porque detrás de cada pibe hay una historia. Trabajamos con chicos que tienen problemas de consumo, con su familia, con distintas realidades. Se trata de ir acompañándolos.”

Mario Roldán explica con pocas palabras lo que significa la enseñanza del taekwondo como él la imaginó y la implementó hace varios años atrás. Se trata, dice Mario, de democratizar la disciplina. “La salida de la problemática de la violencia y las adicciones no se solucionan con más policía o con bajar la edad para imputar a un chico, sino generando espacios como este. Seguimos trabajando para tratar de generar nuevas alternativas a los chicos y jóvenes de nuestros barrios”.

Crear nuevos espacios de enseñanza es una de las metas de todo el grupo. Mejorar y ampliar el equipamiento en cada sede, participar de las competencias, buscar recursos y becas para que más pibas y pibes puedan viajar a los torneos nacionales. Entrenar, acompañar situaciones complejas, jugar, disfrutar una tarde con un pibe, escuchar. “Yo quiero que un alumno pueda empezar a hablar, a comunicarse, o que pueda rendir las materias de la escuela. Esos son los pequeños objetivos que nos llenan de alegría”, dice Oriana. “A veces un alumno se va porque el entorno que tiene no lo ayuda. Un chico empujado por la propia familia a que dejara taekwondo, con el tiempo volvió al grupo. Acá siempre las puertas están abiertas”, aporta Mario, recordando la historia de un joven, una entre muchas, que a pesar del contexto pudo regresar y retomar las clases.

Son cerca de las ocho de la noche en Villa Banana. A Mario todavía le toca dar su clase en la vecinal Roca. La jornada de trabajo y entrenamiento arranca temprano y termina, recién, sobre el filo de la noche. Me dice, ya despidiéndose, que la situación está complicada, que la disputa es desigual. Que con las clases de taekwondo han logrado que muchos pibes puedan proyectar otro futuro. Que se acerca el torneo en San Luis y hay un montón de chicos soñando con ser parte del viaje y participar del nacional de este año. Que el semillero se expande y aunque a veces las vidas se pierdan y el dolor sea enorme, hay que seguir poniendo el corazón y arremeter, como dicen en Villa Banana, contra los molinos de viento.

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