El Club Lavalle está en el corazón del barrio Bellavista. Las infancias y el cuero rodando. El entrenamiento y el tercer tiempo. El juego y el sueño de llegar a primera. La tribuna como testigo de los proyectos que avanzan. Padres que son profes y profes que son dirigentes. Pandemia y después. ¿Cómo resulta sostener un club entre un puñado de personas? ¿Qué dicen los pibes y qué pasa cuando se encuentran?
Entrar al Club Lavalle es encontrarse con una nube de polvo producida por la tierra que levantan los pibes que están corriendo, es escuchar gritos, es ver gambetas. Son las siete y media de la tarde y la oscuridad en la ciudad ya se está instalando. Sin embargo, adentro del club la actividad es total y el ritmo es propio de un lugar lleno de vida. La iluminación artificial alarga la jornada y en este caso permite que se jueguen varios partidos en simultáneo: la cancha grande se subdivide para que distintas categorías entrenen al mismo tiempo. Una de esas categorías es la 2008.
“Cuando llegues, preguntá por la 2008”, había indicado Juan Ponce vía whatsapp. Pero encontrarlo a Juan en medio de este escenario de pelotas e infancias no es tarea sencilla. Está parado pasando la mitad de la cancha, en el límite establecido entre un partido y el otro. Juan mira, observa, estudia los movimientos de la categoría que mañana jugará un amistoso contra el Club Torito. Después explicará que como ese club juega en Rosarina, funciona como una vidriera para que los pibes de Lavalle se muestren. Aunque en este momento no le toca dirigir la práctica, Juan está muy concentrado y mira en silencio. Hace un gesto levantando las dos manos para hacerse más visible.
«Llegué hace tres años y medio al Lavalle. Mi hijo vino, se probó, quedó, le gustó». Juan llegó al club como un padre que lleva a su hijo a jugar, acaso la forma más habitual de entrada a estos espacios. Benja, su hijo, jugaba en otro lado pero un amigo lo invitó a ir a ver cómo era el Club Lavalle. Así llegaron padre e hijo, para ver cómo era, y así se quedaron padre e hijo, jugando, alentando, dirigiendo categorías y tomando las decisiones que van marcando el rumbo institucional del club. Pero decir todo eso sería adelantar escenas de una película sin final. Todo eso fue pasando de a poco.
«Empecé como papá a contagiarme con todos los otros. La categoría se había quedado sin técnico así que asumí». Juan dirige la categoría 2009. Pero en el club desde los cuatro años ya están corriendo detrás de una pelota. Las categorías 2018 y 2017 van haciendo sus primeros pasos en la etapa de formación y el año que viene ya jugarán por los puntos. Los nacidos desde 2016 en adelante ya compiten. El baby incluye a pibes y pibas (hay dos categorías integradas por nenas y otras categorías mixtas) de entre 7 y 11 años. Entre esas edades juegan en cancha de siete. La categoría 2010 juega baby y cancha de once. Y después siguen las categorías más grandes hasta llegar a Primera que cierra con treinta y tres años.
En las categorías de Reserva y de Primera hay plantel masculino y femenino. “Estamos en una liga que se llama ACAR (Asociación de Clubes Agrupados de Rosario) donde juegan entre diez y doce equipos. Durante la semana se juegan otros torneos o amistosos, tanto en cancha de siete como de once. Se practica días de semana y se juega sábado y domingo. Algunas categorías entrenan tres veces por semana y otras cuatro. Los pibes se van acostumbrando, es una entidad bastante grande”, explica Juan.
Durante la charla no despega en ningún momento la mirada de las jugadas que van improvisando los pibes en el picadito. Están practicando de cara al amistoso que mañana jugarán contra El Torito. Corren con vitalidad, con el único interés puesto en la esfera de cuero. Al costado puede suceder cualquier otra cosa, pero sospecho que no tendría mayor relevancia que lo que está pasando adentro del perímetro delimitado tácitamente y respetado por ambos equipos que ahora están enfrentados pero que mañana jugarán juntos. Juan hace un pique para atajar la pelota que acaba de volar fuera del perímetro tácito. Atrapa la bola y la devuelve, y el juego se reanuda al instante. Juan vuelve trotando para seguir contando sobre la experiencia del Lavalle.
«Empecé a estar más con los papás y con los chicos. Me llamaron desde la Comisión para participar. Así que también estoy dentro de la comisión del club. Venimos con varios logros pero lo principal es que estamos sosteniendo un espacio con 250 pibes», cuenta, mientras agrega: “Venimos trabajando bastante bien, este año logramos las tribunas. Mantenemos al club y tratamos de que esté acorde y a gusto para que los chicos y los padres tengan ganas de venir”.
La Comisión está formada por un Presidente, un Secretario, un Tesorero y algunos Vocales. Son entre siete y ocho personas pensando, haciendo y gestionando un club: desde la pintura hasta el entrenamiento, desde los papeles hasta las jornadas maratónicas de los fines de semana, desde la coordinación con los técnicos de las distintas categorías hasta el cuidado de los pibes y las pibas.
Javier, el Presidente del club, tiene en sus manos la planilla que está firmando el árbitro que recién terminó de dirigir. “Arrancamos como un grupo de padres que traíamos a los nenes a jugar. Después pasamos a ser profes (cuando faltaban los profes entrábamos a la cancha y nos fuimos incentivando)”. Javier dirá que con la comisión anterior “hubo unos problemas” y que el club “quedó directamente a la deriva, sin personería jurídica ni nadie que lo lleve adelante”. En toda historia hay un giro, un hecho que provoca un cambio en el curso de los acontecimientos. “Hasta que nos juntamos nosotros que fuimos padres y fuimos profes. Era provisorio hasta que se presentara alguna lista pero nunca pasó. Pasó la pandemia y un montón de cosas, y seguimos al frente nosotros”.
La palabra que nombra al pasar Javier, pandemia, generó diversos impactos en cada lugar en que fue aterrizando. En las organizaciones de los barrios el efecto fue demoledor. Resumirá el presidente de este club: “no había un peso en la calle, nadie podía salir, mucha gente no tenía para comer”. En ese contexto, los padres-profes-dirigentes improvisaron un comedor comunitario. Y lo organizaron como suelen organizarse este tipo de músculos que reaccionan frente a los golpes: “El traía dos kilos de harina, yo ponía la grasa, alguien traía la leche. Arrancamos con tres días a la semana, después cuando se fue normalizando pasamos a dos. A la tarde dábamos la leche cuatro días, las chicas hacían rosquitas, torta frita, de todo”. Javier, que es técnico de la Reserva, recuerda lo que en su momento habían acordado: cuando la actividad habitual se fuera restableciendo, dejarían de lado el comedor para abocarse de lleno al club. La demanda de tiempo y energía que insume llevarlo adelante no sería compatible con la organización del comedor. Por ejemplo, los domingos la jornada arranca a las ocho de la mañana y termina a las siete de la tarde (se juegan once partidos desde la categoría 2012 hasta la Primera). Además, en el barrio hay otros comedores y copas de leche. Cada momento va abriendo horizontes de posibilidad. Ahora, entre otras cosas, están terminando de tramitar la personería jurídica.
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A las seis de la tarde empiezan a entrenar las primeras categorías y las prácticas se van sucediendo hasta las nueve de la noche con las categorías más grandes.
—¡Dale que llegás, dale que llegás, seguro! —Las indicaciones de los profes se mezclan con los gritos de los jugadores que piden la pelota y dan sus propias indicaciones a los compañeros. A Lavalle llegan pibes y pibas de distintos barrios. Además de Bellavista, vienen desde Ludueña, Villa Banana, La Boca, Santa Lucía. Juan explica que son muchos lugares y que algunos quedan lejos. “Desde Ludueña hasta acá es lejísimos, pero venimos igual porque nos gusta y nos sentimos bien. Y creemos en esto: en la transformación, en poder enseñarle al nene o al chico que lo que estamos haciendo está bien”. Juan vuelve a la idea del contagio, palabra que en tiempos pandémicos ha quedado totalmente absorbida por la emergencia sanitaria. “Contagiarlos para que también ellos puedan hacer lo mismo”.
Cuando en unos minutos termine el entrenamiento, los pibes dirán algunas cosas, responderán preguntas y formarán para la foto. Después volverán a sus casas y mañana nuevamente se verán las caras para jugar el amistoso contra El Torito. “El Torito está en Rosarina y es una vidriera para los pibes. Les explicamos que si aparece la posibilidad de que vayan a otros espacios y logren el objetivo que están buscando, nosotros firmamos los papeles que sean necesarios y los dejamos ir. Queremos que estén en el espacio y sientan la contención. Ojalá que puedan llegar a ser futbolistas profesionales”, dice Juan, siguiendo atentamente la jugada que casi termina en gol. Habla de algunas de las cosas que ellos enseñan y de otras que aprenden de los chicos. Ese lugar de ida y vuelta habilita el tratamiento de diversas problemáticas con las que cargan los pibes. A veces, en el tiempo que están en el club logran alivianar esas mochilas. “Tenemos pibes que son adolescentes, uno de los chicos estaba empezando con el consumo y esas cosas, lo charlamos y por suerte lo pudimos rescatar. Son cosas que se viven en diferentes espacios, no solamente en este lugar. Sabemos que no podemos estar siempre, pero en el momento en que están en el club disfrutan de este espacio, pueden charlar y sentirse seguros”.
Lautaro empezó a principios de este año a entrenar a la categoría 2008, cuando Juan le hizo la invitación. Vive en zona norte, cerca de la cancha de Central, y dice que allá los clubes son distintos. Hace referencia al poder adquisitivo, a las distintas realidades que se viven en barrios cercanos de una misma ciudad. “Acá se ve la realidad todos los días: del chico que no tiene para comer, para pagar la cuota, para comprarse botines. Son cosas que en otros lados no las ves”, dirá Lautaro sosteniendo con la mano izquierda la bolsa llena de pelotas que fueron pateadas hasta hace un momento. Si bien siempre estuvo vinculado con el fútbol, como técnico es su primera experiencia. “Cuando me llamó Juan me encantó la idea porque si podemos sacar a los chicos de la droga, que estén acá y se diviertan, para mí ya es un logro”.
Lautaro enumera algunos de los ejes en los cuales focalizan el trabajo: la comunicación, el respeto entre ellos y con los rivales, el juego, la diversión y al mismo tiempo aprender a competir. “Más que jugar bien al futbol o sacar cracks, vamos por otros valores. Les enseñamos a ser unidos como grupo, que acá nadie es más que nadie, que todos somos iguales”. Rápidamente Lautaro señala el contexto áspero que les toca abordar cotidianamente: chicos que se quisieron suicidar, otros que están con la venta de drogas. “Están una hora acá pero después están veintitrés horas afuera. Entonces es jodido. Pero con trabajo, esfuerzo, día a día, dedicación, de a poquito lo vamos logrando”. El eje vuelve a ser el hecho de construir la confianza necesaria para acercarse y charlar.
El 8 de enero de 2013 Mercedes Delgado quedó en el medio de un tiroteo entre bandas mientras intentaba resguardar de las balas a su hijo menor. Producto del tiro que recibió en la espalda, murió horas después. Mercedes, “Mecha”, era catequista, militante social, cocinera, trabajadora del comedor comunitario San Cayetano, entre otras cosas. Vivía y trabajaba en Ludueña, barrio en el que hoy sigue viviendo Juan Ponce, hijo de Mercedes. Desde ese tiempo a esta parte, la trama narcocriminal en la ciudad se multiplicó y complejizó a niveles demasiado profundos. Dice Juan: “Le contamos a los chicos la realidad que nos tocó vivir, que no estuvo buena. Tampoco queremos ser ejemplo, queremos que ellos hagan su vida”. Hay algo que lo moviliza en la tarea social que despliega y renueva diariamente en espacios de diferentes wines de la geografía rosarina (Nuevo Alberdi, Ludueña, Moderno, Bellavista): “Los pibes tienen que debatir, crear su personalidad, sus ideas. Queremos que sus cabecitas piensen”. Juan dice que él también aprende de los pibes: “Me dicen cosas, yo pienso, veo qué es lo que se puede”.
Con sus cuarenta años y los kilómetros recorridos, Juan ya vio bastante. Habla del narco como un Estado paralelo, de lo poco con lo que convencen a muchos pibes, de lo mucho que esos pibes no tienen. ´Che Juan, me ofrecieron seis mil pesos por cinco horas´. ´¿Quién te ofreció?´ ´No hago nada Juan, y encima me cuidan´. Cuenta que a algunos pibes los echan de la escuela. Que cuando le preguntó a uno de ellos el motivo, el pibe respondió que estaba escribiendo la pared. “Sos el Estado, no podés excluir a un pibe”. Muchas veces las preguntas funcionan como motor para seguir, aunque las respuestas parezcan alejarse continuamente. “¿Por qué esa maestra y esa directora lo echaron al pibe de la escuela? Podría haber estado estudiando, aprendiendo, sabiendo que si no estudiás no tenés un futuro o pasa esto de que por seis mil pesos tu corta vida a los dieciocho años no la tenés más”.
Juan aclara que con algunos pueden dar las discusiones y con otros no. Que hay muchos que cuando se da el debate sobre estas cosas se enojan. Que son muy pocos los que realmente se animan a plantarse, decirlo y debatirlo. “Nos están matando a los pibes y estamos todos callados”, alerta, y a modo de catarata lanza una serie de preguntas sin respuestas: “¿Por qué no hablamos de inclusión? ¿Por qué no tenemos los derechos para los chicos? ¿Por qué se tienen que vivir esas cosas?”. Juan se refiere a lo lejos que queda la universidad. Las preguntas se van concatenando. “¿Cuáles son las posibilidades de que este pibe vaya a la universidad? ¿Cómo garantizamos que no sean captados antes de terminar el secundario?”.
A pesar de la mirada crítica fruto de la realidad aplastante, desde el club intentan algunas articulaciones con el Estado a través de los centros de salud de los distritos, con Educación y Deportes. Sin embargo, en la charla no tarda en volver a aparecer la crudeza de lo real cotidiano. Ya son muchos los botones de muestra. “El fin de semana me despierto y me entero que mataron a un pibe de dieciséis años que jugaba en un club amigo. ¿Se pregunta el Estado por qué matan a un pibe de dieciséis años?”.
***
El silbato suena repetidas veces. Terminó la práctica.
—Ey esperen, esperen que tenemos que hablar —dice Lautaro.
—Profe, allá no quieren estirar.
—Ey, vengan a estirar. Tenemos que ver también cómo vamos a hacer mañana, el profe Lautaro les va a decir algo —anticipa Juan.
—Profe, yo no tengo canilleras para mañana —avisa un pibe.
Cuando se trata de responder algunas preguntas, el equipo no duda: todos dicen que “el capi quiere hablar”. El capi es el capitán. El capitán es Jeremías, que da un paso al frente.
—¿Cuál es tu sueño?
—Llegar a Primera.
Jeremías tiene 14 años y viene al club desde el principio de la temporada (antes jugaba en Unión de Álvarez). Vive en Seguí y Avellaneda y al club llega pedaleando en bicicleta los tres días que entrenan en la semana. El capi juega en el mediocampo, de número ocho, haciendo la banda derecha del equipo.
—¿Cómo ves al equipo para mañana?
—Más o menos. Hay que mejorar un par de cosas —Mientras Jeremías responde, alrededor suyo sus compañeros escuchan y se ríen de manera cómplice.
—¿Qué cosas hay que mejorar?
—Hacer caso, tocar la pelota.
—La defensa —desliza alguien por atrás.
—La defensa, el mediocampo y los delanteros —aporta otro provocando la carcajada generalizada.
—Todo un poco —suma Jeremías —Tenemos que aprender todos juntos.
Cuando Jeremías termina de responder, los dedos apuntan hacia otro compañero. “Éste va a ser locutor”, dicen señalando a Dylan, quien vive a la vuelta y previamente jugaba futsal en El Federal –club que está a pocas cuadras-. Dylan está en Lavalle hace un año y lo que más disfruta de ir al club es “jugar con mis compañeros y cómo nos tratan”.
—Mi sueño es ser periodista deportivo. Sé todo de futbol, me gusta ver entrevistas, leo mucho, veo las reglas. El año que viene ya voy a arrancar un curso de periodismo deportivo.
El paisaje sonoro va mutando. Entre las siete y media y las nueve de la noche el cambio es bien marcado: el nivel de ruido baja como si fuese una banda sonora que se maneja desde una consola. Sobre las nueve ya terminaron todos los entrenamientos y quedan pocas personas: algunos miembros de la comisión directiva, algunos profes, algunos pibes, quienes trabajan en el quiosco del club, algún grupo que estira el encuentro en las mesas y banquitos que están estrenando junto con la tribuna. Un pibe posa para la foto con el escudo del club de fondo. El grupo que estira el encuentro también pide foto del otro lado del alambrado.
—Casi todos son del barrio —resume Jeremías. “Son todos conocidos”. Y vuelve a una idea: aprender todos juntos, jugar, acompañarse. “Si alguno juega mal, ayudarlo. Somos todos unidos, pase lo que pase. Siempre vienen todos a vernos. Vienen todos porque están los bombos”.
—Está la barra brava. La banda del Tinto —agrega Dylan, y cuenta que su familia siempre lo apoyó. “Mi mamá ahora viene a veces porque tuve un hermanito”.
El equipo forma para la foto. Algunos cantan la canción que baja cada fin de semana desde la tribuna. Mientras, el aprendiz de periodista deportivo no pierde el tiempo y practica: enumera en voz alta la formación del equipo con voz de un niño camino a locutor.
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