Colonia Delfina fue un pueblo entrerriano fundado en cercanías de Arroyo de la China (hoy Concepción del Uruguay) que homenajeó con su nombre a la valiente mujer de don Francisco Ramírez, El Supremo. El último censo nacional la elevó a la categoría de ciudad por contar con poco más de 5 mil habitantes, una condición suficiente para la Constitución provincial. Pero era, por idiosincrasia y fisonomía, un pueblo.
Si escribí “fue” y “era”, no es por un mero antojo. Es que el pueblo desapareció. Sus ruinas son lo único que aún sobrevive al paso del tiempo.
Los primeros en irse del pueblo fueron los Martínez, los de enfrente a la plaza. Después los siguieron sus vecinos. Es que el pájaro volaba sólo en la plaza Urquiza y sus inmediaciones.
—Yo venía de lo más tranquilo por la calle, hasta que el bicho se me paró en la cabeza. No lo vi, porque cuando miré para arriba ya se había ido. Y tampoco supe que era el bicho hasta escuchar a la otra chica, a la que estropeó —contaba Rubén, aún con asombro y algo agitado, en la FM local.
Efectivamente, una jovencita, días atrás, había acusado lesiones en su cuerpo. Y apuntó al pájaro como responsable.
—No te lo puedo describir, porque fue todo tan de golpe que me sorprendió —le decía la chica al mismo conductor radial, que exigía características del pájaro misterioso. —Así que vi algo negro y cerré los ojos mientras intentaba ahuyentarlo.
Después de los Martínez y sus vecinos de cuadra, partieron los Flores. Y después, creo, los Restrepo. Se empezaron a ir tan deprisa que el orden de la retirada puede variar.
Las hamacas detenidas, los toboganes con la tierra del desuso, una pelota desinflada por el sol fueron las consecuencias de la desaparición de los chicos. De la plaza primero, de la siesta después y, por último, definitivamente del pueblo. Quienes no tenían hijos, alargaron apenas su estadía.
La eterna amenaza de La Solapa para quienes se resistían a sestear, con la que madres se hacían obedecer ante sus gurises en las apacibles tardes, fueron un augurio. «Huu… huu… huu… | el canto de la paloma | anuncia que la Solapa | viene bajando la loma», susurraban al evocar a la “dueña de la siesta”, que ahora no era sino una epifanía.
Antes de que la migración sea total, tras la iniciativa de las adyacencias de la Urquiza, llegaron los noticiarios regionales y, más pronto que tarde, los nacionales. Reporteros en trafics blancas repletas de equipos radiales y televisivos, con antenas, consolas y monitores, empezaron a recorrer los más de 400 kilómetros que separaban a la capital nacional del pueblo. Y a ganarle lugar al paisaje local. Decenas de cámaras de la televisora más grande del país rodeaban la plaza, a la espera de dar con el pájaro.
Las heridas de la chica, principal víctima hasta entonces, habían cicatrizado. Pero un hombre, que se le presentó como productor periodístico, la ayudó, maquillaje mediante, a recrear cortes y rasguños para hacer creíble lo que en rigor de verdad era cierto, según le explicó.
Rubén, el primer atacado por el pájaro, volvió a contar su experiencia, ahora por la tele, tal como lo había hecho antes en la radio. Aunque agregó ante las cámaras datos reveladores, obviados a la prensa local.
—Las garras del animal atravesaron la boina que llevaba puesta, y me produjeron un corte —añadía.
Las presiones para capturar al pájaro, con vida primero y a como dé lugar después, llegaron al jefe comunal devenido Intendente, quien tomó medidas insuficientes. Para no atemorizar a sus hijos, las personas mayores comenzaron a conversar en jeringoso cuando advertían la presencia de chiquilines.
—Vipistepe lopo quepe apandapan dipiciependopo depel papajaparopo. Paparepecepe seper pepelipigroposopo —le comentaba la Amelia al Hugo, con un gesto que surcaba su frente.
Pronto, las charlas en esa variante del habla fueron descifradas por los menores, que no perdieron su oportunidad: un ejército de gurises con gomeras al cuello tomó la defensa de los lugareños. Esperaban ansiosos desenfundar y hacer del animal su presa. Pero los retos en masa de padres y madres debilitó a las milicias juveniles. Un maestro panadero, en otra intentona, arrojó unas migajas de galletas viejas; una doña hizo lo propio con mijo que juntó de los silos. Pero el ave no se dejó tentar.
Con la falta de resultados y el temor colectivo en aumento, la cosa pasó a ser cuestión de fe: el cura párroco, crucifijo en una mano y agua bendita en la otra, buscó liberar al pájaro del demonio que tenía dentro. La Policía tampoco pudo dar con él.
Los medios incrementaron sus coberturas, con un verdadero arsenal de cámaras “en vivo y en directo desde el lugar de los hechos”, y la Casa de Gobierno emitió un alerta. Ya no se puede vivir así, repetía una señora grande postrada en una silla de ruedas frente a la pantalla. Esto no se soporta más, decía un hombre desde la garita de ómnibus arrastrando y cargando un par de bolsos. Si hasta el Beto, un incrédulo del año cero, se fue. No creía en el asunto hasta que vio la evidencia en la tele.
Televidentes del país esperaban con ansia el momento en que el pájaro atravesara alguna de las lentes apostadas en árboles y postes de luz de la plaza Urquiza. Pero el pájaro no se cruzaba. El productor periodístico intentó conseguir algún transeúnte de carnada, bajo la promesa de elevarlo al rango de prócer regional en caso de lograr la misión. Nadie en el pueblo quedaba con suficiente coraje para tal cometido.
Ya despoblado casi en su totalidad, el lugar dejó a la televisora nacional sin testimonios locales acerca del temor que acechaba mientras aguardaban el tan esperado momento en que apareciera el pajarraco. Agotadas las opiniones de los expertos en animales salvajes, los defensores y detractores del pájaro, los que pedían su cabeza y quienes lo exigían sano y salvo, las emisiones radiales y televisivas desde la plaza fueron acotando su programación, como fueron perdiendo espacio las páginas de matutinos y semanarios. El espectáculo fue reemplazando a la información hasta que ya todo fue insuficiente. Porque, a decir verdad, nada quedaba en el pueblo por fuera de casas y negocios en estado de abandono y calles desiertas. Sólo algún viento fuerte era capaz de emitir sonido. El rugir de los motores de las trafics blancas en retirada fue lo último extraño que se oyó.
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