Yo no sé, no. Con Manuel veníamos de los grandes eucaliptos que estaban pegados a la vía porque la madre de Pedro quería un par de ramas de esos árboles. Junio había arrancado con un frío que mejor prevenir que curar, y para eso los vahos con hojas del eucalipto era lo mejor. Pedro aprovechó para escribir en el gran árbol: “Laura te espero apenas se endulcen las…” y dibujó una mandarina con un par de gajos formando dos corazones. Manuel empezó a decir que había escuchado por la radio que cerca de Rosario había caído una tempranera helada y que para el aguinaldo no habría que esperar a diciembre porque desde ese año se empezaría a pagar en dos partes y el primer medio se garparía en ese mes. Mirando unas mandarinas que parecían cambiar de color en forma acelerada, se lamentó: “Lástima que el abuelo labura por su cuenta”. Él vivía con su abuelo. Y agregó: “Hoy, cuando me levanté, hacía un frío que para mí cayó una helada por acá también. O a lo mejor media helada, como el aguinaldo”.

Cuando volvíamos vimos a Chungui cambiando una rueda de su carro por una que parecía más nueva. Ahí nos dimos cuenta de que unos billetes extras ya estaban en el barrio, y más cuando vimos a la mamá de Martita con dos cajas de zapatos o zapatillas. Apenas regresamos, nos mandaron hasta el bicicletero Nino, el que estaba por Lagos. El padre de Pedro era cliente de Nino pero a su bici se la arreglaba El Chango, que estaba más cerca. Manuel seguía insistiendo con que ese sábado había caído una helada y sentenció: “Para mí que no sólo afectan positivamente a las mandarinas sino a muchas plantas más, incluso hasta a los yuyos que sobreviven a los más crudos inviernos”.

A la tarde encaramos para la canchita de Iriondo, que por aquel entonces corría (la cancha) de norte a sur. Después de saludar a don Salvador, que estaba por Quintana cortando unas radichas medio salvajes para su ensalada, la redonda empezó a correr. En una jugada, la llevaba Manuel y como siempre, medio atolondrado con la pelo, se fue para uno de los laterales donde la línea perimetral había que adivinarla y había unos pocitos peligrosos para los tobillos ocultos debajo de unos resistentes yuyos. Cuando salió de esa franja peligrosa, con la pelo pegada al pie, se mandó un cambio de frente como si supiera y yo empecé a pensar que quizás las heladas afectaban para bien a algunas plantas. Al rato estábamos secando las medias mojadas en un fueguito que hicimos por Riva esquina Iriondo, donde hoy hay una verdulería y una planta de mandarina. Cuando empezó a oscurecer, nos mandamos a ver la tele mientras tomábamos un maté cocido caliente con churros caseros.

Pedro, después de suplicar que “ojalá que el medio aguinaldo alcance para lo que pedí”, se acercó al tele y señalando la pantalla gritó: “Una como esta”, apuntando a una polera negra que lucía Illya Kuryakin (el rubio agente de Cipol). “Para protegerse la garganta”, añadió. 

Esa noche, antes de irse a dormir, se fue hasta el patio y vio que la bici del padre tenía cubiertas nuevas. “El medio aguinaldo ya está rodando”, pensó. Miró el cielo despejado, y pensó que sólo faltaba que cayera una buena helada que endulzara todas las mandarinas del barrio para cumplir su promesa: ir para el lado de Acindar al encuentro con Laura.

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