
Yo no sé, no. Esa mañana, Pedro se levantó y se vistió más rápido que lo habitual, y antes que la madre le dijera que no se había abrigado bien, ya estaba rumbo a la escuela. Cuando nos encontramos por el camino, lo primero que me dijo fue: “Hoy tendríamos que tener la mitad de las horas de clases. Si son de 50 minutos habitualmente, hoy nos tendrían que dar 25 de matemáticas, 25 de lengua y 25 de ciencias sociales. Lo que se me complica es calcular los recreos cortos, porque con 2 minutos y 15 segundos se te queda atragantado el alfajor”. Caminando rápido, al ritmo que él tenía, le pregunté el porqué del apuro. “Hoy, a media mañana, empieza el invierno. Y no sólo eso, sino que también el solsticio, y dicen que el día va a ser más corto”. Ahí comencé a pensar en lo que yo tenía planificado: a las tres de la tarde, en lo de la Isa (Isabel) nos esperaba la tarea de hacer en unos mapas mudos el recorrido de los ríos más largos del mundo. A las cinco, ir a jugar un partido de 7 en la canchita de El Trébol; a la seis y media arrancar con la bici para hacer todos los mandados, siempre yendo para los negocios que estaban para el lado de la plaza Galicia, y a las 20, ir a lo de Pedro para ver Viaje al fondo del mar.
De regreso de la Anastasio, lo encontramos a Manuel que por Rivas casi llegando a Vera Mujica estaba debajo de un paraíso mirando hacía las ramas y diciendo: “Lorito, lorito, lorito. Manuel, Manuel, Manuel”. Nos explicó que a doña Antonia se le había perdido el loro y que tenía que encontrarlo antes de la noche porque si no el loro con el frío palmaría. “Así que tenemos poco tiempo”, agregó, involucrándonos en la búsqueda. Él tenía el pálpito de que el loro estaba cerca y que de volver sólo repetiría su nombre: “Manuel, Manuel”. “Doña Antonia es muy generosa cuando alguien le encuentra alguna mascota perdida”, nos dijo, mientras intentaba trepar a una horqueta.
Ese día, en lo de Isabel, estuvimos a punto de hacer que el Nilo, el más largo del mundo, tuviera la mitad de su recorrido habitual. A la cinco, en El Trébol, la pelota iba y venía como en el básquet. El encuentro fue de dos tiempos de 20 minutos cada uno y para las seis y cuarto ya estábamos con Pedro en la plaza andando en bici con el bolso de los mandados que en su interior tenía una manteca de 100 gramos, un paquete de yerba, un atado de Saratoga con filtro, y dos papeles: uno con la lista del pedido (yerba, manteca y Saratoga) y el otro con una poesía que Pedro había escrito y que nos habíamos puesto de acuerdo en usarla los dos, según la piba que nos diera bolilla. Esa poesía terminaba con “hoy, al ver tus ojos y tu sonrisa, el sol se quedó quieto”.
A la noche, mientras esperábamos que el Seaview (“sibiu”, pa nosotros) le dejara contar la historia a un mini submarino y que fuera más breve, Manuel repartió unas barritas de chocolate puro para que pusiéramos en la leche y tuviéramos cada uno su submarino y nos confesó: “El chocolate lo pude comprar con lo que me dio doña Antonia. Ustedes no me van a creer pero el loro volvió a su patio caminando más rápido y diciendo Manu, Manu, Manu”. Yo pensaba que podía ser verdad y recordaba que hacía un rato, en la plaza, una mirada y una sonrisa me habían frenado la bici y acelerado el cuore mientras el sol se detenía por un momento.
Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 24/06/23
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