Yo no sé, no. Manuel, José, Carlos, Raúl, Pii, Tiguín, Pedro y yo, habíamos cruzado la Vía Honda por el segundo puente rumbo a una quinta donde ese mes la acelga se veía mejor que nunca, en cantidad y en calidad. Manuel nos decía que una semana antes la mujer del quintero lo prendió apenas cruzó el primer alambrado y, tirándole de una oreja, le dijo: “No cruces más para robar, vení y te doy”. Aparte, teníamos el dato de que también habían sembrado alcauciles y ya estaban a punto cosecha. Pii se acordó con nostalgia cuando cruzó Uriburu en busca de unas ramas para hacer con las horquetas gomeras y con las ramas más fuertes unos revólveres de madera con el gatillo de chapa que conseguía en lo de Piñataro, uno que por Crespo casi Rivas tenía una fábrica de tapas de metal, entre otras cosas.

José se acordó cuando una tarde cruzó Provincias Unidas convencido de que, en una laguna que habían hecho los que fabricaban ladrillos, había taruchas. Raúl se acordó cuando cruzó Seguí desesperado porque se había escapado La Morocha (la yegua blanca) y los arrieros municipales estaban cerca. Pedro se acordó cuando tuvo que cruzar tres quintas hasta llegar a un cañaveral que tenía unas cañas indias que eran de lo mejor. Carlos se acordó de la primera vez que cruzó Lagos por Quintana para probar un billar nuevo que habían traído en ese bar con perfume a tintos y que parecía del tiempo de las colonias. Tiguín se acordó cuando por Francia cruzó por primera vez Fragata Sarmiento para ir a lo de una que había conocido en el cumple de Cheneo (otro de la barra). Yo me acordé la primera vez que nos escapamos y cruzamos 27 en busca de la E para ir hasta La Florida.

Cuando volvíamos con una bolsa de acelga de segundo corte y un cuarto de bolsa con alcauciles, pasamos por barrio Acindar. Manuel quería cruzar por entre las montañas de chatarra de Acindar. “Hagamos que somos parte del ejército del general San Martín y que estamos cruzando Los Andes”, nos decía. No le hicimos caso, era demasiado el riesgo. Si nos atrapaban los de seguridad, aparte de un par de coscorrones nos íbamos a quedar sin torrejas de acelga.

Eso sí, nos quedamos con la idea de que tendríamos que cruzar algo y no sólo en forma simbólica. Esa noche, Pedro, mientras de un tincazo arrojaba el último pucho tratando que cruzara Iriondo, nos dijo: “Ya tenemos edad como para cruzar, menos éste (apuntando a Manuel), algo que nos lleve hacia… bueno, esperamos un toque a Manuel y vemos, lo que venga, lo que pinte, lo cruzamos todos.

Esa noche me pareció que el recuerdo de nuestros primeros cruces se habían reunido como para despedirse. Esa noche me quedé soñando que en cualquier momento se nos aparecía el desafío de cruzar lo que haya que cruzar, para lograr lo que haya que lograr.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 19/08/23

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