Yo no sé, no. Hacía dos días que al Bachicha no se le veía el pelo. El álamo, primer árbol plantado en la casa de Pedro, por ese septiembre cumplía 3 años, y aparte de mostrar sus ramas con brotes, tenía algunas marcas del Bachi en su tronco. La preocupación empezó a ser de casi todos los pibes. Manuel tenía temor por el Viki, Raúl y Carlos por la Morocha, José y Tiguín por el Leoncito.
Manuel se puso en alerta porque la perrera pasaba seguido y los arrieros municipales también. Fue hasta lo de doña Josefa (Iriondo casi Quintana) a preguntar por el Bachicha. Pedro, mientras iba camino a la Anastasio, se fijaba por todos los huecos, especialmente cerca de lo de Miguel y de Fofito donde había un par de solteras que a la tarde noche se hacían las lindas ahí adonde hoy está la Casa de la Cultura de Barrio Alvear (Garibaldi e Iriondo). Cuando tomaba por Acevedo se fijaba por todos los árboles de naranjas amargas; se acordó que una vez llevó unas cuantas para que la abuela hiciera dulce, cosa que no pudo ser porque se hubiera gastado mucho en azúcar, así que el Bachicha se la pasaba jugando con esas redondas de color naranja como si fuera el diez de la selección de Brasil. Mientras tanto, José y Tiguin fueron hasta la 22, la comisaría que estaba por Biedma casi Lagos. La semana anterior habían ido con el padre por una denuncia que el lechero y el panadero le hicieron al Leoncito, un cuzquito mal llevado que apenas se veía del suelo y era muy garronero. En la 22, en el expediente, había sido anotado como “León Zárate”. Pedro se acordó que cuando dibujó las hamacas que estaban frente a la casa de Susana Troilo, agregó una negrita con largas pestañas y el Bachi había visto esa imagen. Pedro estuvo a punto de ir para ese lado. Lo detuvo la idea de que la madre de la Troilo lo viera: un mes atrás los había encontrado a él y a la Susana agarrados de las manos. Al cuarto día, con Raúl y Carlos fuimos hasta la carnicería del Gringo, la que estaba por Doctor Riva al lado de los Rodríguez. Compramos un gañote con bofe, aparte de unas costeletas, y mientras mirábamos a la hija, le preguntamos al carnicero si no había visto al Bachicha. También fuimos hasta la lagunita que estaba rodeada de paraísos entre la quinta y la Vía Honda. Una vez habíamos cazado unas seis ranas en un par de enormes tocones (ranas machos), que hicimos fritas y que hasta el Bachicha se relamió cuando las probó. Cuando volvíamos de doña Juanita, una que curaba el mal de ojos, la pata de cabra y esas cosas, a la que le fuimos a preguntar si tenía poderes para encontrar al Bachi y nos fue sincera al decirnos que no, vimos en la quinta de al lado del tambo de Tito al espantapájaros que parecía que estaba arañado y que sangraba. Se lo contamos a Manuel y dijo que seguro había sido el Bachi. “Seguro fue y mató al espantapájaros, seguro que se rajó con el tren que va a Buenos Aires y que cuando cruza Biedma pasa un poco más despacio porque a metros hay una curva”. Pedro dudó un instante si podía ser cierto. Esa semana, su abuela Äiti se fue en tren para San Miguel a visitar a su hijo. La abuela cuando estaba en casa se la pasaba cuchicheando con el Bachicha. Al séptimo día, mientras armábamos unos barriletes con diarios viejos, releímos las noticias de ese septiembre del 66. En Estados Unidos habían matado a la hija de un senador, en Inglaterra habían atrapado a uno que se mandó el gran robo del tren, Racing iba puntero (y saldría campeón) y un grupo de patriotas secuestraban un avión y se mandaban para las Malvinas. Esa tarde teníamos tres barriletes armados, los tres con un papelito que decía: “¿Dónde estás Bachicha? ¡Devuelvan al Bachi!”. Manuel, mientras tosía por la pintada que le dio a un Fontanares sin filtro, nos dijo: “Yo voy a poner en mi barrilete «¡El bachicha es argentino… las Malvinas también!»”.
Para eso de las once y media de la noche, la luna llena lo alumbraba todo: el humo del único cigarrillo que pasaba de mano en mano, los tres barriletes y el álamo. Y en el álamo, en la horqueta más gruesa, el Bachicha que nos estaba mirando.
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