Yo no sé, no. El pedazo de vereda de tierra que estaba por Riva llegando a Iriondo, era el lugar en el que ejercitábamos nuestra soberanía a pleno y cuya superficie bien parejita era ideal para las bolis, tanto que hasta el más tronco se podía mandar una arrimadita perfecta. Contaba con una pared que, además de brindarnos una generosa sombra, en su base, a pesar de no tener el revoque por los golpes de los puntis, siempre nos ofrecía sus rojos ladrillos para que acomodáramos las figus que estaban en juego. Manuel, que vivía en esa esquina, había entrenado a su perro para que cuidara la vereda.

El Viki, su perro, después del mediodía se acostaba poniendo cara de malo para evitar que las pisadas arruinaran el parejo de la superficie hasta que nosotros nos fuéramos arrimando. Un día, Tosca, el abuelo de Manuel, que estaba enojado con nosotros, nos dijo que pronto haría ahí un contra piso para después poner baldosas. Mientras le planteábamos que revirtiera esa decisión, algunos empezamos a juntar un poco de esa tierra –tan especial para nosotros– en unos tachos de latas para llevarla a otros lugares, uno de ellos enfrente de lo de Pedro, ahí por Iriondo, donde iba a venir a vivir el Negro Pocho Luna, un copado que a pesar que era mucho más grande se sentía como uno de la barra. El problema era que esa vereda estaba llena de pozos y con cuatro gotas se inundaba. Otro lugar que teníamos en cuenta era ese que estaba al final de los ligustros, donde estaba la planta de zarzaparrilla, lo único que teníamos que hacer era un desvío al sendero que unía tres sectores del barrio y que era muy transitado por las bicis. Alguien sugirió que alrededor de la tapera que estaba cerca del tambo podíamos instalarnos y que nadie nos molestaría ya que por ahí eran pocos los que se arrimaban gracias a que se comentaba que tras la caída del sol extraños espíritus se hacían presentes. Tiguín nos planteó que por Cafferata, enfrente de la capilla, el lugar estaba piola.

Por ese entonces, Tiguín hacía de monaguillo en la Santa Isabel de Hungría y estaba dispuesto a hablar con el cura para que, de ser necesario, nos bendijera el lugar y que contara con la protección de la virgen. Otro lugar que se nos cruzó por la mente era el que estaba en la vereda de don Agustín, ese que por Iriondo al 3800 vendía querosén suelto. El inconveniente era que en esa cuadra vivían unas pibas encantadoras, especialmente por las veredas de enfrente de don Agustín, y sabíamos que sería inevitable que nuestras miradas no fueran en busca de las de ellas. 

Pegadito a la fábrica Acindar, en su extremo oeste, había un pedazo de vereda que aún era de tierra mezclada con algo de escoria y nos pareció un buen lugar ya que estaba en la unión de dos barrios: Acindar y el nuestro, y sería una frontera viva a la hora de los desafíos. Raúl habló con unos que vivían por Acevedo y llegamos a un acuerdo: la mitad de ese rectángulo que daba al barrio de tejas rojas iba a tener tierra que ellos traerían. Y la otra mitad, tendría tierra de la parejita vereda de Riva e Iriondo.

Al final le doblamos el brazo a Tosca y nuestra vereda preferida siguió siendo de tierra y nuestra. Igualmente, Manuel, José y Carlos, fueron a llevar esa tierra que habíamos juntado, con unos seis grandes tachos, a algunos de los lugares que habíamos pensado. 

Con el tiempo nos dimos cuenta de que tanto al final de los ligustros, como cerca de la tapera, como frente a la capilla y como en la unión de los dos barrios, se volvieron lugares contagiados por la alegría y algo más que tenía ese pedazo de tierra que estaba por Riva.

Mientras tanto, en la vereda de don Agustín se hizo una cancha de bolitas, casi simbólica, pues sabíamos y estábamos dispuesto a cruzar Iriondo para rendirnos a las miradas de aquellas pibas. Por mucho tiempo, nos guió esa máxima de “La vereda es pública”, a la que le agregamos: “¡Y a la calle hay que ganarla!”.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 30/12/23

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