Yo no sé, no. El humo del pan quemado que salía de una lata vacía de dulce de batata era cada vez más agradable por dos motivos: por el aroma agradable y porque estaba cumpliendo bien su función de alejar a los mosquitos. Esa noche, junto al paraíso que estaba en la cortada Laprade y Riva, nos habíamos reunido a jugar a los naipes y, entre chinchones, escobas de 15 y truco, nos agarró el fuerte sonido de una chicharra que arrancó a eso de las 3 de la mañana. Para esa hora ya estábamos medio aburridos de las cartas y al que tenía un cuaderno Campeón donde se hacían las anotaciones con palitos y con números, se le ocurrió algo. Nos dijo: “Miren, este cuaderno con sus últimas hojas es una pena que termine con números y palitos de unos juegos que ya nos aburrieron. Les propongo que lo terminemos con palabras y para eso qué mejor que cada uno escriba un cuento corto mientras sea de noche”. Todos aceptamos y al toque, unos con lápiz, otros con biromes, empezamos con los relatos.
Carlos escribió que gracias a la operación de la garganta (las amígdalas) él podía cantar como John o como Paul y que los de Liverpool lo venían a buscar para que cantara con ellos. Raúl escribió que se volvía un experto en clavarla en los tiros libres desde afuera del área grande y que después de hacerle cuatro goles a La Rubia Miguel, su fama trascendía las fronteras del barrio y del continente. José escribió sobre un extraño nido que estaba cerca del tambo de Tito y que cuando aparecía una gran tormenta el nido desaparecía. Y que cuando el fuerte viento aflojaba, reaparecía intacto y hasta seco. Tiguín escribió que lo invitaban a ir a la cancha a ver un partido y que en ese partido el Nuestro salía campeón (cosa que ocurriría años después). Juanchila escribió que en el aljibe que había en el patio de su casa empezaba a ocurrir algo fantástico después de Reyes: todo el mes de enero, todas las noches cuando subíamos el balde encontrábamos dos Parranda casi heladas. Juancalito escribió que el pasaje Y (hoy Laprade) en su señalización a veces aparecía como I latina y que ésto desorientaba a los carteros y muchas cartas de amor nunca llegaban a destino. Cheneo, el chaqueño, escribió que gracias al pantalón gitano (un pantalón negro con botamangas anchas y vivos rojos) recorría el mundo bailando mejor que Elvis y que Sandro. Pedro escribió sobre un sueño que siempre se repetía en el que saltaba un tapial, a veces huyendo, a veces para encontrarse con alguien o con algo, y que una vez caía en un patio donde había un tarro lleno de chapitas de la Indian Tonic Cunnington. Otra vez caía al patio de Don Nicola, el de la historieta, y en otra quedaba suspendido en el aire mientras veía unos ojos y una sonrisa que no podía identificar.
Para eso de las seis, cuando ya estaba aclarando y una chicharra nos anunciaba que enero seguía bravo, sonó la sirena de la fábrica Acindar y volvimos por la última mano de truco. Los cuentos cortos de cada uno se vieron invadidos por palotes y números, y al humo de los últimos cigarrillos se lo llevó una suave brisa junto al aroma a pan quemado.
Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 13/01/24
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