El libro de Thomas More, crítico de la sociedad occidental, presenta cuestiones que, aunque anticuadas en ocasiones, aún tienen actualidad en el fondo de los problemas del presente.
Para empezar, la sociedad utopiense imaginada por el inglés Thomas More (equívocamente latinizado Tomás Moro) no es utópica por ideal. Los conflictos, la guerra o la hambruna, no están ausentes, pero su organización eficiente logra prevenirlas, atenuarlas y superarlas. Y es precisamente la racionalidad o sensatez con que se toman las decisiones en esta república ficticia, lo que la convierte en una sociedad imposible de verse concretada.
Algún especialista nos dirá que la obra fue inspirada en el cristianismo y el mundo clásico greco-romano (La República de Platón especialmente), y la simiente del socialismo y el comunismo, sin embargo, no teniendo en cuenta nada de esto, nos parecerá Utopía, más bien, una sociedad juiciosa y modesta, inspirada en el sentido común; siempre y cuando pasemos por alto los prejuicios inevitables del siglo XVI.
En realidad, el libro trata de nuestra sociedad occidental, de todo lo vano y grotesco de ella, no tanto de los utopienses en sí, que funcionan de contraste (la vestimenta suntuosa y las piedras preciosas son objetos sin valor para esta comunidad, por ejemplo, resaltando la frivolidad de la cultura europea). Y en este sentido la crítica y el análisis social es sorprendente y tristemente actual.
Se debate en un principio la pena de muerte, aplicada a los ladrones:
“Es demasiado cruel para reparar los robos, e insuficiente, sin embargo, para refrenarlos. Pues ni el simple robo es un delito tan grande que deba sancionarse con la pena capital, ni hay pena tan grande que pueda disuadir de robar a quienes no posean otro medio para conseguir su sustento…
Se decretan severos y terribles castigos contra el ladrón, cuando sería mucho mejor proveer algún medio de vida para que nadie se viera en la cruel necesidad de robar primero y perecer en consecuencia después.
¿Qué otra cosa hacen (los gobernantes, el clero, la nobleza, la sociedad), pregunto, que ejecutar a los ladrones que ellos mismos crean?”
Utopía funciona por oposición: la decencia y probidad —no la pureza o la perfección— de esa república isleña remota frente a la decrépita e injusta realidad europea: Los utopienses son ricos en todo, sin embargo, no tienen dinero ni la propiedad es privada; poseen reservas de oro y plata, pero con este material sólo hacen urinales y las cadenas y grilletes de los criminales; “se admiran los utopienses de que haya gente entre los mortales a quien deleita el débil fulgor de una diminuta gema o de una piedrecilla cuando le está permitido mirar a cualquier estrella o al sol mismo en definitiva; o que haya alguien tan loco que se tenga por más noble por usar un hilo de lana más fina, siendo que a esta (de un hilo todo lo fino que se quiera) la llevó antes una oveja, y, mientras la llevó, no fue otra cosa que una oveja”.
Se procura que ningún ciudadano esté ocioso, pero tampoco que se fatiguen y pierdan sus días trabajando, “para que no estén agobiados como las bestias de carga por un trabajo constante desde muy temprano en la mañana hasta bien entrada la noche, pues sería una penalidad servil, como es la vida de los obreros casi por todas partes, exceptuando los utopienses”; es así que dedican no más de seis horas al trabajo, tres a la mañana y tres a la tarde.
Su ciencia y filosofía está a la altura de la nuestra, pero desconocen de artificios dialécticos y retóricos; son expertos astrónomos, pero “ni por sueño, en cambio, se preocupan de las conjunciones y oposiciones de las estrellas errantes y de toda esa impostura de la adivinación por los astros”.
En Utopía existen los cultos religiosos, pero se decretó entre las primeras cosas “que a cada quien le fuera permitido seguir la religión que le contentara, siendo legítimo que cada individuo promoviera su propia creencia, siempre que procediera a construir la suya pacífica y modestamente con razones, no a destruir las otras violentamente, en caso de que sus persuasivas no llegaran a persuadir, y que no recurra a ninguna coacción y se abstenga de injurias”.
Tolerancia religiosa, simpleza en el vestir y en el vivir, libertad para elegir oficio, repartición equitativa del empleo en jornadas razonables, la acumulación y la riqueza como supersticiones sin sentido, esas son las costumbres utópicas de esta comunidad; más alguna que otra excentricidad que el mismo narrador declara risueña y absurda, como que las parejas comprometidas puedan verse y examinarse desnudas previamente a consumar el matrimonio –como se revisa las partes de un caballo antes de comprarlo–, ya que elegir cónyuge es “asunto del que va a depender el placer o el asco por toda la vida”.
No estamos seguros de que la finalidad de Thomas More fuera propiamente diseñar la república perfecta, las descripciones de Utopía no abarcan todos los aspectos ni se ocupa de todos los detalles técnicos, a diferencia de los autores futuros que darán indicaciones precisas, supuestamente, para que la utopía sea posible y aplicable en alguna parte del mundo civilizado.
Utopía no es necesariamente ideal ni supera la prueba del tiempo. Hoy día al leerla nos parece algo anticuada, machista, sin embargo las críticas que desliza a nuestra sociedad, de leyes y costumbres que legitiman la desigualdad y la injusticia, sí supera ese examen de actualidad, y la sensación que deja al revisarla en el siglo XXI, es que mucho ha cambiado en las formas, pero poco en su fondo.
Utopía es la obra de un hombre crítico y detractor, pero no por especulación o puro pesimismo anímico –como haría un sujeto despechado y marginado por la sociedad, aislado en su rincón–, sino por conocimiento de causa, por oficio y experiencia. El londinense Thomas More, hombre en general optimista y de excelente humor –como su amigo Erasmo de Rotterdam–, fue jurista, profesor de leyes, juez de negocios civiles y lord canciller, máxima autoridad del sistema jurídico inglés.
Conocedor de los entresijos de su sociedad, de su legislación, del pueblo europeo, del ámbito nobiliario y monárquico –hasta en sus pormenores más escabrosos–; y que, al final, cuando el rey Enrique VIII –de quien fuera íntimo consejero– llevó sus caprichos al extremo de pretender crear su propia iglesia para satisfacer intereses personales, Thomas More creyó no tener ya otra opción que la de rebelarse, consciente de que con su oposición, aunque pacífica, sólo le esperaba una condena a muerte.
El explorador ficticio y protagonista de Utopía, Raphael Hythlodaeus, concluye en las últimas páginas:
“Cuando contemplo y medito sobre todas esas repúblicas que hoy florecen por todas partes, no veo en ellas –Dios me perdone– otra cosa que una especie de conspiración de los ricos para procurarse sus comodidades en nombre de la república. Y discurren e inventan todos los modos y artes para retener sin riesgo de perderlo lo que acapararon con malas artes, eso lo primero; lo segundo, para adquirirlo al más bajo costo con el trabajo y fatigas de todos los pobres y para aprovecharse de estos. Estas maquinaciones, tan pronto como los ricos han decretado que se observen en nombre del pueblo, esto es, también de los pobres, pasan ya a ser leyes”.
*Técnico en Periodismo y Escritor
Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 03/02/24
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