Después de las lluvias íbamos siempre a ver el río crecido. Nos llamábamos por teléfono o nos pasábamos a buscar. Caminábamos por calle Alberdi en grupos de tres o cuatro y nos acercábamos al puente que de a poco se iba llenando de gente. Todos iban a ver la crecida, no sé si el agua nos calmaba o era la posibilidad del desastre lo que nos atraía. El juego era descubrir las cosas que el río arrastraba. Los troncos eran lo más común; a veces quedaban atrapados en los remolinos y los veíamos hundirse y volver a salir en ese círculo constante hasta que lograban escapar, y nosotros nos asomábamos al otro lado del puente y decíamos: “Mirá donde va”, mientras el tronco se perdía en las curvas del paisaje.

Podíamos estar horas viendo la crecida, la naturaleza tenía todavía el poder de sorprendernos, éramos capaces de distinguir detalles que hoy ya no podría, teníamos el ojo entrenado para ver lo nuevo, la belleza de lo que sucedía, como una narrativa del instante, sin necesidad de la espera por lo que pueda suceder a continuación. Lo bueno, lo hermoso, estaba sucediendo y era simple. Cualquier objeto, una ojota, digamos, nos alcanzaba para construir la historia de alguien que había vivido río arriba. Como los astrónomos, que recomponen la historia de las estrellas por los rayos de luz que llegan a la tierra millones de años después, nosotros reconstruíamos la historia de la familia que había subestimado el aviso de los bomberos, sesenta kilómetros río arriba, y tuvo que salir de raje con lo puesto, y en la estampida habían olvidado esa ojota.

Sólo hablábamos para referirnos a las crecidas anteriores, para mantenerlas en la memoria, fotos mentales del río pasando por sobre el puente de hierro, en los tiempos en que el puente era nuevo. Era como una conexión, un túnel en el espacio-tiempo con todas las otras crecidas, el fantasma de los autos flotando por Avenida Constitución, la barranca caída, los ranchos de la villa La Colmena yéndose río abajo. Saber la historia del río te hacía pertenecer, era la manera en que entendíamos que todos habíamos sido traídos hasta ahí por el agua, de una u otra forma.

En los días siguientes, cuando iba bajando el agua, quedaban las marcas sobre la costa, la basura que indicaba el límite hasta donde había llegado y los árboles arrancados de raíz. Todo era un punto de referencia que usaríamos en las nuevas historias. “Ahí había un sauce llorón que se llevó la última crecida”, le íbamos a decir a los parientes de afuera. “¿Se acuerdan la vez que el agua tapó el arco de la canchita?”.

Cuando está manso, dormido, el río no parece capaz de todo eso, pero nosotros sabemos que sí. Nosotros sabemos que el río siempre sueña con llevarse todo.

 

Nota publicada en el semanario El Eslabón el 17/02/24

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