El calor parecía aumentar en el local, lleno de ansiosos, humo y voces. Le dije que por eso me gusta este antro, aunque no fumo. Tenía la mirada perdida. No creo que él haya estado borracho, sí, filosófico. Por lo visto, la cosa iba en serio. 

A la poca resistencia al alcohol se debe el apodo. No fue por la primera meada que le decimos así, tampoco por la segunda. Es que va a cada rato. Bueno, eso nos pasa a todos, pero a él le pasa más. Se sienta, toma medio vaso, se levanta y va a mear. Esa noche, cuando nos llevó la cana de testigo, no iba al baño, iba al plátano. Caminaba de forma sistemática, en la misma dirección, hacia el mismo tronco. Corchocorto, así le pusimos. Fue el Negro Cañón. Él lo bautizó, dijo que apenas huele la botella ya está en pedo y empieza a mear. Pero el apodo viene de antes, de otras noches.

Cuando nos llevó la cana, él ya era Corchocorto y el Negro Cañón no estaba. Yo no sé si había alguien más. Iba a mear a los plátanos de calle Riobamba. Yo nunca lo acompaño cuando se levanta a mear. Nunca me gustó ir a mear con alguien, pelar la chota al lado de un flaco, aunque sea Corchocorto que es como un hermano para mí. Pero la otra noche, habrá sido el calor o el humo del bar, no sé. También fui a mear a la calle. Serían las tres de la madrugada, o las dos. Aunque da lo mismo que hayan sido las cuatro. Capaz que eran las cuatro. Yo meando en el plátano, ahí la vi a ella. Qué te voy a decir. Lindas tetas, pequeñas y juveniles. La noche le daba impunidad, yo meaba y la miraba. Era menuda, se pasó el nacimiento de la palma de su mano derecha por la sien. Creo que estaba escuchando música, la ventana abierta y el jazz de algún lado venía. Quise tenerla, poseerla, estar en su pieza. Caminé hasta la mitad de la calle, por un instante pensé que algún plátano me podría servir de escalera. Escuché los pasos de Corchocorto que se acercó en silencio. 

A la cana no la vimos venir. Fueron tres autos los que frenaron y bajaron tres tipos grandes de tamaño, vestidos así nomás, uno de cada auto. Nos dijeron que los teníamos que acompañar, que era algo rápido, que no nos llevaría más de tres cuartos de hora y que nos traerían de regreso al mismo lugar. Bajaron de los únicos autos que pasaron a esa hora por calle Riobamba. Autos que mostraban las huellas del paso del tiempo. No recuerdo las marcas, nunca fui bueno para identificarlas. Estábamos en otra y todo fue muy rápido. 

No recuerdo si opusimos resistencia, si fue por la fuerza o lo pidieron respetuosamente, aunque ahora que lo cuento, no me acuerdo que nos hayan mostrado identificación y sin darnos cuenta, estábamos sentados en el asiento trasero del segundo auto, camino a convertirnos en los testigos del operativo. El conductor era un hombre joven, aunque castigado por la edad. Seguro varios años más joven que nosotros, aunque parecía varios años mayor. El acompañante también. Permanecían en silencio, al igual que nosotros. Bueno, yo permanecía en silencio, Corchcorto no. 

“Es cuestión de azar, aunque no lo parezca”, dijo por tercera vez y luego hizo una profunda bocanada de aire. Lo conozco demasiado, quería evitar caer en la pedantería o la apurada filosófica de quien ha tomado algunos vasos de cerveza, aunque se lo veía más pensativo que de costumbre. “Es cuestión de azar, como la vida misma”, repitió de nuevo, y agregó: “Es casualidad que estemos en este planeta, pensá todo lo que tuvo que pasar para que un hombre se coja a nuestras madres un día en un momento justo y estemos hoy acá”. El conductor y el acompañante no decían nada. “¡La puta madre que lo parió!, ¡mira en la que nos metimos!, ¡todo por salir a mear!, ¿te das cuenta?”, fue su pregunta que terminó siendo retórica, porque el silencio se adueñó y reinó en el auto. Tenés que ver cómo estaba, yo no sabía qué hacer. 

Creo que los autos encararon para zona sur. Me costaba ubicarme, no sé si era por el alcohol o la rapidez de los hechos. Sí me preguntás cómo me sentía, todavía no caigo. Corchocorto tenía ganas de mear de nuevo. Habrán pasado unos dos o tres cuartos de hora. No me lo dijo, pero lo podía ver. Estaba preocupado. Torcía la rodilla de la pierna derecha hasta superponerla con la izquierda. A veces emitía un pequeño suspiro de impaciencia y fruncía la frente. “Es cuestión de azar”, decía. Me preguntó si era consciente de los sucesivos acontecimientos que se tuvieron que dar para que nosotros dos estemos juntos en el asiento trasero de ese auto, yendo de testigos en una dirección desconocida. “Somos nosotros, no el Negro Cañón y Maravilla. Estas cosas le pasan a los giles de siempre”, dijo consolándose. 

Yo prefería no contestar. A Cochocorto en más de una oportunidad le han ocurrido hechos por fuera de lo común, que lo llevan a definirse como un gil. Para mí, simplemente tiene mala suerte. 

En todo momento nos acompañaron los dos autos, uno adelante y otro atrás. Pude ver que ninguno tenía patente, seguramente el nuestro tampoco. Iban con las luces bajas prendidas. Al auto de atrás solo le andaba una. El capot era de un color diferente a la chapería del resto de la carrocería. Ahora que lo pienso, está claro que habían pasado por un inconcluso trabajo de chapería y pintura. 

“La escuela primaria la hice en el norte de la provincia, a casi doscientos kilómetros de la capital”, fue lo primero que dijo el conductor, mirando al acompañante. Parecía ignorar que nosotros estábamos en el auto. “Un internado religioso administrado por veinte hermanas de la caridad de la orden de San Miguel Arcángel”, agregó mirando de reojo al compañero que seguía callado. “Respondían a la supervisión de Mercedes, la Madre Superiora. Allí también hice la escuela secundaria y durante trece años solamente volvía los fines de semana a casa para estar con mi familia, eso es lo que te decía. A esta sociedad le hace falta disciplina”, recuerdo que dijo. “Es así, si te cargás uno por noche, le hacemos un bien a la sociedad. Un problema menos”, fue lo primero que le oímos decir al acompañante, que habló interrumpiendo el monólogo del conductor, aunque ahora que lo pienso, dudo que Corchocorto haya prestado atención, se lo veía abstraído y no dejaba de mover de forma rítmica la pierna. “Uno por operativo y, como viene la mano, en un año tenemos la limpieza que se necesita”, dijo el conductor, y agregó: “Laburamos menos, dormimos más en casa, la bruja no te rompe tanto las pelotas. Si seguimos así, nos rajan de la cueva”.

Yo sentí las punzadas en mi pierna izquierda, a la altura del cuádriceps. Los dedos de la mano derecha de Corchocorto son fuertes como tenazas, siempre lo fueron. Él es de esos tipos que te aprietan la mano cuando saludan y no justamente para demostrar su hombría, sino porque es así. El gesto fue claro, quería llamar mi atención, que lo mire a los ojos. Creo que sus pupilas estaban dilatadas y la frente fruncida. Recuerdo haber visto tres o cuatro hilitos de transpiración recorrer la cara. Una sonrisa austera, silenciosa. “Un plátano –dijo, casi susurrando– necesito un plátano”. Sentí la presión crecer en mi muslo derecho, el chofer seguía hablando con su acompañante, para mí eran sólo voces como eco. Y el chorro comenzó a descender por la pierna derecha de Corchocorto, lento y descarado hasta llegar a su Nike marrón. Recorrió la pipeta de la diosa de la victoria, y dio vida al charco. Su rostro y mi muslo descansaron. 

Así lo recuerdo a Corchocorto en aquel asiento trasero, meado y casi filosófico. 

Ah, sobre el viaje en el auto querés que te cuente. Mirá, creo que la caravana salió por el acceso sur de la ciudad, a la altura de Uriburu, y ahí enfilaron por Circunvalación. Se nos unió una camioneta adelante y otra atrás de la fila india. Con luces. Ellos eran los encargados de armar el perímetro y liberar la zona, nos dijo el chofer, y también nos dijo que cuando la cosa estuviese controlada íbamos a entrar nosotros, y que había un bajo porcentaje que todo se escape de lo planeado y se vaya al carajo. Un porcentaje, que según las estadísticas, ya se había cumplido en enero y que, por lo tanto, no teníamos que tener miedo aunque nunca está todo dicho en estas cosas. Mucho más no te puedo contar, es secreto de sumario o como sea que le dicen. A mí me dejaron primero, en la puerta de casa, después lo llevaron a Corchocorto. 

No lo volví a ver. Le mandé un par de mensajes y no le llegaron. Por la casa pasé y no atendió nadie. La cosa va en serio. A mí no me termina de caer la ficha.

Voy a ver si me llego hasta la casa del Negro Cañón, a preguntarle si él lo vio.

Cuento publicado en la edición impresa del semanario El Eslabón del 20/04/24

¡Sumate y ampliá el arco informativo! Por 3000 pesos por mes recibí todos los días info destacada de Redacción Rosario por correo electrónico, y los sábados, en tu casa, el semanario El Eslabón. Para suscribirte, contactanos por Whatsapp.

Más notas relacionadas
  • Migas

    Eduardo y Jimena mastican. Sus bocas se abren y se cierran a un ritmo monótono, vacío, mec
  • ¡Vamo a hacer otra escalera!

    Cinco de la mañana arriba. Caliento el agua, guardo los sanguchitos, paso a buscar a las p
  • La vergüenza

    Vergüenza es robar y no llevar nada a la casa. A los 9 años tenía una amiga. Yo la amaba,
Más por Ariel Pennisi
  • Migas

    Eduardo y Jimena mastican. Sus bocas se abren y se cierran a un ritmo monótono, vacío, mec
  • A la pesca

    Yo no sé, no. La tarde de la última semana de abril estaba con una temperatura especial pa
  • Un rompecabezas incompleto

    Para recomponer el actual modelo de representatividad faltan piezas clave. Empresarios, Ju
Más en Columnistas

Dejá un comentario

Sugerencia

El Ministerio de Educación, tras las docentes que paran

El titular de la cartera educativa provincial, José Goity, anunció este mediodía que desco