Me despierto todo meado y lleno de resaca. Me duele hasta la uña del pie. Tomo aire y el olor me da una arcada. Tengo que levantarme. Pongo los pies en el suelo, está frío. Saco las sábanas, doy vuelta el colchón y me juro que nunca le voy a decir a nadie. 

Otra vez la cabeza me explota. Pienso en mamá. 

La cabeza explota.

A veces. 

Voy al baño a buscar el Santo Migral. Tengo que parar de tomar pero no sé por qué. No hay ninguna buena razón para dejar de tomar. Solamente la resaca pero se pasa con Migral. Abro el botiquín. No tengo Migral. La puta que lo parió. Tengo que comprar, no puedo vivir así. No voy a poder sobrevivir a este día con este dolor de cabeza. Vuelvo a la habitación, me cambio como puedo y voy hasta el living. 

La concha de mi madre.

La mano sigue en el piso.

En este momento no puedo hacerme cargo de eso. Salgo de casa y la mano me persigue en la imaginación. Está en mi living, pudriéndose, como pidiendo que alguien la levante. Llego a la farmacia de Enrique. 

—¿Migral?– pregunta.

Digo que sí con la cabeza. 

—No es bueno tomar mucho– dice de espaldas abriendo un cajón. —Produce microinfartos cerebrales.

—Mi mamá murió de un megainfarto cerebral y no tomaba nada. 

Frena, cierra el cajón y se da vuelta. 

Con el guardapolvos blanco parece importante.

—Si las cosas fueran como vos decís todos andaríamos a ciento ochenta kilómetros por hora porque mi tío chocó a sesenta y se murió. 

—Tu tío tuvo mala suerte.

Enrique se calla. 

Yo también. 

Me da la tableta y me voy. No vuelvo a casa. En casa está la mano. Carne y hueso. Sigo por Balcarce hasta el río. Voy hasta el kiosco de Moreno y me compro un pack de cervezas. Abro una, saco el Migral, me tiro en el pasto y espero que la resaca se me vaya. Para la segunda cerveza, las náuseas se fueron y el dolor mengua. Cuando termino la tercera trato de pensar en otra cosa que no sea la mano. Fútbol. Me abro la cuarta. Cómo me gustaría ser millonario y no tener problemas. Salir en las tapas de las revistas diciendo lo que me preocupa el hambre en África. Pero bueno, cada cual con lo que le toca. Arranco con la quinta lata. Vuelve la mano y pienso que es solamente eso: una mano. Hay gente que le falta, a mí me sobra. Voy a hacer algo con ella. Me levanto como puedo, abro la sexta lata y vuelvo a casa. Antes de entrar me compro otro pack de cervezas. 

Subo al ascensor y la vecina medio retrasada me vuelve a contar que vive con su novio y que le encantaría tener hijos. Yo le digo que la noche anterior encontré una mano tirada en el living.

Viajamos en silencio hasta llegar a su piso.

No me responde cuando le digo chau. 

El último tramo en ascensor lo hago con la estúpida idea de que, tal vez, la mano se fue. Que así como llegó para asustarme, se fue al ver que no le di pelota. Se abre la puerta del ascensor y salgo. Estoy renovado. Abro la puerta del departamento.

La mano sigue ahí. 

Supura un líquido traslúcido. 

Una colonia de moscas vuela a su alrededor.

El olor es bastante desagradable. 

Pienso que esto no da para más y decido tomar cartas en el asunto pero, primero, tomo otra cerveza. No vaya a ser cosa que me agarre la sobriedad. No vaya a ser que descubra de quién es la mano. 

Me pongo los guantes de goma, un gancho de la ropa en la nariz y la levanto. Está pegada. Hago fuerza para despegarla y un pedazo de dedo queda adherido al piso. Después lo saco con diluyente, pienso y llevo la mano a la pileta. La lavo con cuidado, no quiero que se desarme pero algunos colgajos de carne se desprenden por la presión del agua. Queda bastante limpia. Busco en el botiquín, todavía tengo un esmalte de Claudia. En ese momento pienso si no será una de sus manos pero los dedos de esta son largos y finos y los de Claudia eran casi muñones. Me calmo pero después me deprimo un poco. Claudia debe estar con sus muñones de dedos cortos abrazada a su nuevo novio, ese pibe del gimnasio que se parece a Riquelme en versión enana. 

Conchuda.

Vuelvo a la mano. Le pinto las tres uñas que le quedan. Me abro otra cerveza y recuerdo que tengo un éxtasis en la habitación. Me lo tomo. Me siento en el sillón a ver tele y acomodo la mano a mi lado. A la hora el éxtasis empieza a hacer efecto y, borracho como estoy, miro con cariño todo lo que tengo alrededor. Necesito alguien que me acaricie y no está Claudia. 

Pero está la mano.

La tomo y me la paso por la cara. Sus caricias me recuerdan a las vacaciones en Aguas verdes. Me la paso por la cabeza con cuidado de que las uñas no se desprendan. Pongo música: 

Right here waiting for you. 

Richard Marx.

Bailamos y la mano me abraza. Recuerdo los primeros asaltos mirando cómo los demás bailaban y yo comía papas fritas. Ya no como papas fritas. La mano me acaricia el cuello y comienzo a besar el aire pero el beso se siente demasiado real. Las cosas se ponen más calientes. Vamos a la cama y seguimos acariciándonos. Cierro los ojos. 

No tenemos sexo, hacemos el amor. 

Lo construimos entre los dos. 

Estamos excitados y no sabemos hasta dónde podemos llegar. La cosa se pone más intensa y escucho cómo una de las uñas se desprende. Ruido a carne y dolor. No importa. Lo que pasa es más importante. Falta muy poco y la mano juega conmigo. Llegamos al orgasmo. La respiración se calma y apoyo la mano en la almohada. Me pongo de costado y la miro.

No sé cuánto durará esto.

Pero le digo que la quiero.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 16/03/24

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